6 - Amigos
Amigos
En la sastrería, mi
madre se empeñó en tomarme las medidas de nuevo. Pese a mis reproches, lo hizo
igualmente. Normalmente, siempre llevaba el corsé para hacerlo, pero en esta
ocasión cambió su hábito y me midió solo con mis enaguas.
—¿Vas a hacerme más ropa interior? —Pregunté.
—Hm… No. Pero quiero probar algo diferente.
Mi hermana estaba sentada al lado de la puerta
de la trastienda y nos miraba en silencio. Su aprendizaje estaba empezando ese
año, pero todavía le faltaba rodaje para comenzar a hacer partones y vestidos.
—Después vendrá Markus —anuncié.
—Qué bueno, cariño.
Me sorprendí. ¿Estaba tan ensimismada en su
trabajo que no me estaba prestando atención?
—Digo que Markus Liarflam vendrá a buscarme
—repetí.
—Ya te oí la primera vez. ¿Por qué dices lo
mismo dos veces?
Me quedé sin palabras y mirando al frente en
silencio. Pronto me hizo bajarme de la plataforma sobre la que me medía.
—Recuérdame que le diga que su hermana puede
venir a recoger las muestras cuando quiera.
Quise replicar algo, pero me callé. Mientras
volvía a ataviarme con mi corsé y a ponerme el vestido, vi cómo sacaba los
rollos de seda de Elvinos y susurraba para sí. Me acerqué y comprobé el tejido,
con mis manos, pero al tirar de él, comprobé que se estiraba.
—Madre, es elástico. ¿Estás segura de que esto
es seda?
—No me han engañado. Reconozco este tejido: se
hace con seda al igual que las otras variedades, pero su composición también
contiene otros elementos que solo se dan en las telas de la región de Elvinos.
Miré hacia la tela y llevé mi mano hacia ella
para recordar el tacto suave y grato sin comparación de esta.
—Parece también muy liviana. ¿Qué clase de
vestido vas a hacerme?
Mamá me miró unos segundos y sonrió,
complacida por mi curiosidad.
—Lo verás cuando esté terminado.
Mi madre había vuelto a su forma de ser
habitual: jovial y calmada. Mientras tarareaba para sí, comenzó a buscar
patrones y a realizar garabatos en sus anotaciones. Volví a ponerme la ropa de
nuevo, esta vez con mucho más cuidado que por la mañana, arreglándome bien y
enlazando las cintas con las colas hacia abajo. En la tienda, mi hermana estaba
jugando sola. Leo estaba leyendo uno de los libros que teníamos en casa y que
yo ya había terminado hace años.
No mucho después de que mi madre comenzara a
cortar piezas, se abrió la puerta de la sastrería y Markus entró tímidamente.
Al ver al joven, mi hermano soltó un largo suspiro disconforme antes de
regresar a la lectura.
—Hola —saludé. Mi madre enseguida se asomó por
la puerta de la trastienda.
—Buenos días.
—Ah, hola, Markus. Sí. Mi hija dijo que
vendrías.
—Lamento la intromisión.
—No hace falta que te disculpes. Esto es una
tienda.
Markus titubeó unos segundos antes de hablar:
—Deseaba poder ausentarme con Andrea. De
nuevo, no es mi pretensión irrumpir…
Mi madre miró hacia atrás y sonrió.
—Por supuesto, no hace falta ni que preguntes.
De hecho: Alis, Leo, ¿os apetece ir también?
—¿Cómo? —pregunté sintiendo como si mi propia
madre me estuviera tirando un cubo de agua helada encima.
—Pero si vais con ellos, tendréis que
comportaros lo mejor que podáis —continuó, ignorándome como a una mosca—,
¿prometido?
Leo se rió con socarronería e inmediatamente
accedió. Lissie se levantó y se acercó, mostrando así que también vendría.
Intuí que aquella predisposición no podía ser buena. Markus no dijo nada. Su
gesto tampoco cambió, pero imaginé que habría pensado lo mismo que yo: incluso
si se portaban bien, Alis y Leonardo nos impedirían hablar libremente.
Cuando salimos, le dirigí una mirada nerviosa
al joven. Él no me miraba, pero antes de comenzar a moverse se agachó al lado
de mi hermana y habló con ella.
—¿Esta muñeca es tuya?.
—Sí, se llama Violeta —respondió mi hermana
con intranquilidad mientras se escondía ligeramente detrás de la muñeca.
—Es bonita. Como tú.
Markus sonrió con ternura y mi hermana se
quedó completamente embelesada, devolviéndole tímidamente otra sonrisa. Leo
bufó y se cruzó de brazos mosqueado.
—Compórtate —le susurré acercándome.
Sin responder, me dedicó una mirada feroz y se
apartó de mí de nuevo. Mientras caminábamos, Markus hacía buenas migas con mi
hermana, mientras cada comentario que compartían hacía que mi hermano inflara
más su enfado.
—¿Se puede saber qué te pasa? —Pregunté entre
susurros.
—¿A ti qué te importa? —Replicó.
Mi hermano no dio su brazo a torcer en todo
nuestro paseo matutino. Durante el largo rato que estuvimos juntos, Markus
continuó hablando con Alis, quien se reía y parecía estar disfrutando de la
atención del joven. En varias ocasiones, tuve que soltarle una reprimenda en
privado a mi hermano para que dejara de mirarlos con su detestable mirada de
odio.
Al final de la mañana, llegamos frente al
vallado de mi casa. Lis se apresuró a llegar antes de nosotros y recogió una
flor silvestre que le entregó al duque.
—¡Para ti!
—Muchas gracias, Alis. ¿Conoces esta flor?
—Con la pregunta del albino, mi hermana negó. Leo refunfuñó por lo bajo y se
apresuró a entrar en la casa.
—Se llama flor de medianoche. Se llama así por
sus pétalos oscuros y su centro blanco.
Mi hermana exclamó entusiasmada. Markus olió
la flor y sonrió. Hasta yo misma me quedé embobada con su gesto dulce y
delicado.
—Huelen más en primavera, pero es un hermoso
regalo. Lo atesoraré con mucho gusto.
Lissie entró en la casa corriendo y riéndose,
obviamente azorada por los encantos del joven. Antes de volver a marcharse, el
albino se aproximó más a mí desdibujando su sonrisa.
—Desearía haber podido hablar contigo en
privado.
—Lo siento. Mi madre no nos va a dejar a solas
así como así.
—¿Tal vez haya algún momento en el que ella
baje la guardia?
—No —negué con la cabeza—. Y, si lo hubiera,
creo que nos azuzaría a mis hermanos de nuevo.
El joven pareció decepcionado y frustrado.
Miró en su mano a la flor de medianoche que le había dado mi hermana y se rió
levemente.
—¿Tal vez a medianoche?
—¿Qué? —Pregunté repentinamente divertida—.
¿Pero qué harás si te ven?
Él sacó de su bolsillo la que de inmediato
reconocí como la corona del duque de Revon, con sus exquisitos detalles y la
gema carmesí presidiendo en la pieza. Me dedicó una media sonrisa pícara y yo
me reí en voz baja.
—¡Como te vea alguien, nos meteremos en
problemas! —Exclamé. Sin embargo, aquella opción no me resultaba tan
desagradable en comparación con lo interesante que me resultaba nuestra pequeña
travesura.
—Nunca nadie lo sabrá. Me internaré en la
oscuridad y, como una sombra, atravesaré las negras tinieblas en las que se
sumerge Zairon al perderse el ocaso. Y llegaré hasta ti, en la noche, cuando
nadie pueda conocer nuestro secreto.
Mi corazón dio un vuelco emocionado y
entusiasmado. Asentí con una amplia sonrisa.
—De este modo, podré contártelo todo
—continuó—. ¿Cómo es posible que anhele contarte tanto cuando ya he podido
compartir cada pensamiento contigo?
—A mí también me pasa lo mismo.
—No puedo esperar a encontrarnos esta noche.
—Te estaré esperando.
Al marcharse Markus, regresé al interior de mi
casa. La voz de mis hermanos en el piso superior me calmó: habíamos estado
hablando en voz baja, pero siempre existía la posibilidad de que hubiesen
estado intentando escuchar nuestra conversación.
El día pasó lentamente mientras me preparaba
emocionalmente para todo lo que iba a compartir con Markus. Primero, la
biblioteca; después, mis extrañas visiones. ¿O primero mis visiones y después
la biblioteca?
Una y otra vez, me imaginé las palabras que
utilizaría y con ellas sus reacciones y sus gestos. Durante toda la tarde,
estuve tarareando alegremente mientras me entretenía con mi hilo de
pensamiento. Mi madre lo notó.
—Veo que estás contenta —me dijo entrando en
mi cuarto—. ¿Ha pasado algo bueno?
—Bueno, Markus ha recuperado mi clepsidra y
estoy muy nerviosa por saber el final del libro que estoy leyendo en este
momento —mentí. Obviamente, estaba nerviosa por la visita nocturna de Markus.
—¿Y por eso te pasas la tarde canturreando por
toda la casa?
—Solo estoy contenta.
—Claro… Oye, no habrá pasado algo con Markus,
¿verdad?
—¿C-con Markus? —Dudé. No era posible que ella
lo hubiese deducido.
—Ya sabes, tengo curiosidad. Porque él y tú solo sois amigos, ¿cierto?
—¡No estarás dudando otra vez de él!
Mi madre se quedó perpleja con mi respuesta y
después comenzó a reírse, como si mi comentario hubiese sido un chiste o una
broma.
—Ah, todavía eres tan inocente.
—Madre —susurré comprendiendo de golpe que mi
madre anticipaba un desenlace amoroso—, creo que estás pensando en algo que no
es. Markus y yo no podemos ser más
que amigos.
Aquella respuesta paró su risa en seco.
Parecía confusa.
—Él
es un noble, yo como mucho podré
considerarme burguesa si, como tú,
soy excelente en mi trabajo. Para ser sastres, vivimos más cómodamente que la
mayoría de los artesanos, pero eso no me hace estar a la altura social de
Markus.
Mi madre se sentó en la cama. Con sus ojos
mostró que no daba crédito a lo que acababa de escuchar.
—¿Y se puede saber qué tiene Markus que no
tengas tú? —Me cogió de la mano izquierda y la juntó a su derecha—. Con estas
manos, podríamos crear vestidos que serían la envidia de las princesas de
Zairon.
—Puedo llevar los vestidos más bonitos, pero
eso no me hará ni noble ni princesa.
—¿Te lo ha dicho él? —Replicó con enfado.
—Hay cosas que no necesito que nadie me diga.
—Tú eres mil veces más importante.
—Para ti lo soy, eres mi madre.
—¡A la porra con eso! Eres única y preciosa e
inteligente… Y te digo yo que Markus está prendado de ti.
—¿Prendado de mí? ¿Pero qué dices! Ya te lo
dicho: él es un noble. No se va prendando de cada plebeya que pasa.
—Tú no eres una plebeya. Ni siquiera un
Liarflam podría resistirse a ti si te lo propusieras.
—¡Madre, por favor, ya basta! —susurré
incómoda, roja como un tomate.
Al fin comprendió mi incomodidad y,
encogiéndose de hombros, se levantó de la cama añadiendo que cuando Markus me
viera con el vestido que me estaba haciendo, no podría ocultarlo por más
tiempo.
Por un momento pensé que ojalá fuera así.
Él sí me atraía, como no podía ser de otra
forma. Su aura de sofisticación y de caballerosidad lo hacía completamente
irresistible para mí. Era como uno de esos personajes de mis libros que me
capturaban con su ingenio y su astucia, pero en carne y hueso. Y, en mí
frustración, sabía que él era más platónico e inalcanzable que Bass, el
corsario cazador de dragones o Jasin, el pícaro aventurero.
Por supuesto, ser su amiga era de las cosas
más hermosas que había podido experimentar. Todos los misterios que
compartíamos, el secretismo y nuestra búsqueda de la verdad no hacían más que
avivar aquella embriagadora atracción. Desde que había descubierto ciertas
cosas sobre su pasado, había sido un capricho mío el verle sonreír, pero ya no
sabía decir hasta qué punto era el deseo de una amiga de ver a su amigo feliz o
el deseo de deleitarme al pensar que aquel gesto que inundaba su rostro lo
había logrado yo.
Y aquella emoción incontenible que crecía en
mi abdomen a medida que la tarde avanzaba y la noche se acercaba me hacía
querer gritar. Markus vendría a la media noche. Porque eso era lo que hacían
los amigos.
¿Verdad?
Para no levantar sospechas, por supuesto, al
caer la noche me cambié por mi pijama y actué como cualquier otro día lo
hubiese hecho. Con mi libro, tenía la excusa perfecta para retirarme a mi
habitación y quedarme a solas. Mi concentración se negó a colaborar y no fui
capaz de leer prácticamente nada. Mis hermanos y mi madre se fueron a dormir
poco tiempo después, mientras yo me quedaba en vilo. Antes de acostarme, mi
madre me dedicó una mirada taimada y, enarcando una ceja, me insistió en que no
me quedara mucho tiempo despierta.
En medio del silencio de la noche traté de
seguir leyendo, hasta que desistí de mi intento y resoplé con impaciencia. En
aquellos momentos, ya no podía concentrarme en la lectura, por lo que pensé en
buscar otro entretenimiento.
Con aquel pensamiento miré mi ropa y me reí.
Por supuesto, no pensaba recibir al duque de Revon en pijama. Recogí el candil
de mi mesa y abrí mi armario, pero en lugar de buscar, como solía hacer
siempre, entre mis vestidos habituales, me metí prácticamente hasta el fondo
del armario y comencé a rebuscar entre lo que tenía escondido allí.
Entre todos mis tesoros, tenía algunas joyas
de mi madre, recuerdos de los viajes de mi padre y lo que a mí me interesaba
más: algunos de sus vestidos antiguos.
Como pasaba con el vestido azul, la diferencia
entre mi ropa habitual y aquellas prendas era evidente. Como el día y la noche,
mis vestidos eran bonitos, algo aniñados tal vez, pero hechos con colores
brillantes y muy cómodos. Los suyos eran soberbios y con colores más oscuros,
los que podría perfectamente haber llevado una emperatriz a un baile.
Y entre ellos, había uno que me gustaba
especialmente: era un vestido granate de cuello barca, cuyo pecho y abdomen
estaban ceñidos al cuerpo con una pieza más rígida con ballenas de pluma de
ganso, pero remarcando una forma preciosa entre el pecho, cintura y abdomen.
La falda era larga. Tal vez demasiado para mí,
porque el bajo se arrastraba por el suelo, pero al tener una cola barrida el
vestido parecía ser así. En realidad, llevaba posponiendo años el arreglar esos
bajos con la esperanza de ganar algún centímetro más de altura.
Después de ponérmelo, me miré desde arriba y
lo coloqué con todo el mimo que pude. Incluso elegí una cinta color blanco
crema para adornarlo a la altura de la cintura.
Al terminar de arreglarme, me senté en la cama
y miré hacia el exterior. Mis nervios se intensificaban por segundos... ¿Cuánto
faltaría para la medianoche?
Tan solo quería ver a Markus…
“Ese
trasto viejo… ¿acaso tiene algún valor? Un simple reloj de agua. ¿Es en verdad
la reliquia de mi némesis?”
Desperté en medio de la oscuridad y de
inmediato me llevé las manos a la cabeza, maldiciéndome una y otra vez. ¿Cómo
podía haberme quedado dormida en un momento así?
Abrí rápidamente la ventana y las
contraventanas de mi habitación intentando ver la posición de la luna. Era
noche cerrada, pero no estaba segura de qué momento exactamente. Me acerqué a
mi candil y comprobé que aún tenía un poco de aceite, lo suficiente como para
emitir una pequeña llama con la que apenas se podía ver a dos palmos. Pensando
en la cantidad de aceite que tenía aquella noche, calculaba que había estado
dormida alrededor de dos horas.
—¿Andrea? —Oí su voz. Procedía del exterior.
Me asomé a la ventana y allí le vi, cubierto
con una capa oscura. Tan pronto como me asomé, vi que sonrió aliviado.
Restaurando mi sonrisa y la sensación de celeridad que me había acompañado toda
la tarde, bajé en silencio las escaleras y me apresuré a abrir la puerta,
tratando de contener la risa y el gozo o, por lo menos, de reírme en voz baja.
—¡Has venido! —Exclamé saliendo de mi casa
para recibirle.
—Lamento la tardanza. Prefería esperar a que
mi familia durmiera para evitar sus preguntas.
—¡Pasa, rápido! —Volví a reírme mientras
entrábamos juntos. Aquella situación entera era muy divertida.
—Jamás había hecho algo así —admitió
contagiándose de mi risa en voz baja en la penumbra que sumió mi casa tan
pronto como se cerró la puerta.
Le tomé de las manos,
al principio con la intención de guiarle hasta el salón. Apenas podía ver su
figura, pero al sentir el contacto con la suavidad de sus dedos mi risa cesó y
tuve que recordar cómo se respiraba.
—Hay algo que quiero mostrarte.
—Encenderé mi lámpara. Pero necesito mis
manos.
Le solté, arrepintiéndome inmediatamente de
haberlo hecho. Él encendió la llama de su lámpara. Compartimos una mirada y
volvimos a reírnos.
—Tenemos que estar en silencio —susurró.
—Tienes razón, tienes razón.
A cambio, me ofreció su otra mano, la que no
estaba ocupada sosteniendo la lámpara. Le sonreí y se la cogí de nuevo,
guiándolo hasta el salón, justo frente a la estantería que llevaba a la
biblioteca de mi padre.
—¿Podría ser este el pasadizo en el que te
encontrabas atrapada ayer? ¿Acaso es un secreto de tu familia?
—Sí. Bueno, en realidad no lo sé.
—¿No dudas de que confiarme algo tan
importante sea lo que deseas de verdad? Si tu preocupación es que lo haya
visto, te doy mi palabra de que nunca se lo revelaré a nadie.
—Puede que sea importante, pero he pensado que
te gustaría ver lo que hay en su interior.
Moví la estantería. Él me ayudó; juntos no
parecía tan pesada. La puerta estaba cerrada y, como siempre, tuve que abrirla
a la fuerza. Las escaleras que bajaban a la sala secreta se me hicieron eternas
mientras caminábamos en silencio alumbrados únicamente por la lámpara del
muchacho. Al llegar a la segunda puerta, la abrí, pero para mi asombro, los
candelabros de metal iluminaban la estancia con la luz de las velas que
sostenían.
Me quedé petrificada al notar aquel detalle,
pero Markus entró y miró con fascinación a su alrededor, girando sobre sí mismo
y con sus labios sutilmente entreabiertos mostrando de lleno su sorpresa.
—Asombroso —susurró prácticamente sin voz.
Me apoyé en el marco de la puerta
contemplándolo en silencio y sonriendo con suficiencia. Mientras él recorría
ávidamente toda la habitación con sus ojos, yo recorté la distancia con él.
—No sé cómo expresar toda la gratitud que
siento. Esto es… formidable, inaudito…
—me miró unos segundos absorto, me reí suavemente—. Gracias por tu
confianza.
—Creo que todos estos libros contienen la
razón por la que murieron nuestros padres —expliqué. Sus ojos pasaron del
estupor a una mirada perspicaz e interesada en mis palabras—. Encontré un
diario. Un cuaderno de bitácora, más bien, que contenía datos de su aventura.
No me aportó muchas respuestas, pero encontré cinco palabras muy llamativas
justo en la última entrada.
—¿Cuáles fueron?
—Eran... Riv… Rot… en… Ire...
No podía recordarlas. ¡Maldición! Justo en
aquel momento, me había olvidado por completo de cuáles eran. Y, por supuesto,
no había tenido la ocurrencia de traer el diario conmigo…
—No logro recordarlas —me disculpé
avergonzada—. Pero creo que una de ellas era Lunaria y otra algo así como…
¿Solem?
—¿Lunaria, Solerum, Ierosaeth, Mortinella y
Rizienella? —Preguntó. Le miré anonadada.
—Sí, pero… ¿Cómo lo has sabido?
—Todos ellos son nombres de personajes
mitológicos —explicó.
—¿De mitos?
—Sí. Los reconozco todos ellos. Mi padre
poseía también multitud de libros que hablaban de ellos.
—¿Solo son mitos? —Pregunté desilusionada.
Markus volvió a recorrer toda la sala con sus
ojos y apretó los labios, mostrando que no estaba del todo satisfecho con esa
explicación.
—Los tomos que mi padre poseía eran, en
efecto, meros recopilatorios de hazañas legendarias y epopeyas. Podría llegar a
comprender que existieran diversas versiones, incluso cientos de ellas, pero
esta cantidad de libros rodeando únicamente esos cinco nombres no pueden
incluir exclusivamente leyendas.
Se acercó a la estantería sobre la cual rezaba
el nombre “Ierosaeth” y eligió uno de los códices, pasando sus alargados, finos
y perlados dedos por su lomo antes de sacarlo del apretado espacio en el que se
encontraba. Con sumo cuidado, retiró el polvo. Al abrirlo, pareció sorprendido.
—¿Qué ocurre? —Pregunté de inmediato.
—Esto no es lo que me esperaba. Parecen
documentaciones bibliográficas. ¡Qué misterioso!
Me aproximé para leer desde su flanco
izquierdo, hasta el punto de notar su dulce aroma controlar por completo mi
mente. Miré hacia las páginas completamente desconcentrada.
—¿Sorein? —Murmuró.
Leí el nombre de la persona a la que
mencionaban en el libro. Era “Gilhad Ierosaeth Sorein”
—¿Te suena de algo?
—Creo que es solo una coincidencia —descartó
el joven un poco azorado—. Mi abuelo compartía el mismo apellido. Se llamaba
Marcus Sorein.
—¿Markus, como tú?
—En realidad, aunque suenan iguales, su nombre
se escribía con “c”. El mío de hecho se escribe con una “k”.
—Tal vez no sea una coincidencia —planteé.
—No puedo concebirlo. Este parece más bien un
linaje de algún tipo…
—Tiene sentido —respondí con una sonrisa— tu
familia podría ser otro eslabón de la cadena.
Markus sonrió y negó con la cabeza.
—No creo que guarde relación. Sorein es un
apellido que reciben los huérfanos por la zona norte de Elvinos. Es bastante
común.
—¿Tu abuelo era huérfano?
—No, que yo sepa —se apresuró a responder—,
pero es posible que fuera descendiente de huérfanos. Él era bardo y sé que vino
a vivir a Revon cuando desposó a mi abuela.
—¿Bardo? ¿Quieres decir un trovador?
—Oh, no —noté que dudó unos segundos—. Mi
abuelo no era noble. Mi abuela le conoció durante una visita diplomática. Fue
amor a primera vista.
Mis ojos regresaron al libro para intentar
ocultar mis emociones. Tenía numerosas ilustraciones colmadas de policromías
que variaban desde brillantes colores con pigmentos fuertes hasta pan de oro.
Aquel libro debía ser especialmente caro y difícil de encontrar.
Después de pasar un rato leyendo junto a él,
decidí probar a buscar otro libro. Admiré toda la sala como había hecho él
antes y, de entre todos los tomos, volúmenes y recopilaciones, hubo uno que
llamó especialmente mi atención. No era uno de los enormes libros que tenían la
apariencia de libros de canto, ni tampoco los incunables que llenaban una balda
entera con su apariencia relativamente nueva: era un libro atrapado en la
estantería bajo el nombre de “Rizienella”.
Lo que más me llamó la atención fue su lomo
blanco remachado con exquisitos detalles dorados. Al sacarlo, sin embargo, me
quedé petrificada al ver las piedras preciosas que lo adornaban junto con el
marco de oro que encuadraba el pálido cuero de sus tapas. Reconocí las letras
de un brillante color rojo. En realidad, no sabía lo que significaban, pero las
reconocí de inmediato.
—Yo conozco este libro…
Markus pasó su atención hacia mí en silencio.
Pronto dejó lo que estaba haciendo para venir a mi lado y admirar el libro que
puse encima del escritorio.
—¿Libro sagrado de Rizienella? —Preguntó con
interés.
—¡Este libro intentaron vendérmelo cuando fui
a Sidlo el otro día!
—No parece un libro que se pueda encontrar en
mercados. No pretendo ser presuntuoso, pero un libro con estos detalles tan
ricos solo puede ser una comisión de un noble o de un templo.
—Debe ser una réplica. El vendedor me dijo que
el libro verdadero se perdió durante una guerra.
Markus lo examinó con interés y negó con la
cabeza.
—Si es una copia, retiro lo dicho: solo un
noble puede haber encargado algo tan ostentoso.
—¿Por qué?
—Porque una copia no tiene el valor de una
reliquia, por lo que un templo no realizaría una comisión tras conocerse la
desaparición del original. Solo un noble haría algo así, llegando a utilizar
piedras preciosas como rubíes, esmeraldas y alejandritas…
Me quedé fascinada. Más incluso por su
conocimiento que por el valor material del libro. Markus finalmente suspiró y
se quedó sonriendo, como si acabaran de quitarle un enorme peso de encima.
—¿Qué ocurre?
—Desde lo acontecido ayer, no he podido
contener mis pensamientos relacionados con aquella mujer que entró en vuestra
casa. Algo dentro de mí temía que estaría buscándote a ti, pero tal vez buscara
este lugar. A nuestro alrededor hay auténticas reliquias procedentes de todos
los lugares de Zairon.
—¿Creías que me estaba buscando a mí?
—Desearía poder confiarte algo, pero antes has
de prometerme que no dejarás que mis palabras te aflijan.
—Te lo prometo.
—He de admitir que me causa una angustia
insufrible el haberte ocultado este secreto tanto tiempo. La verdad, Andrea, es
que yo ya te conocía antes del día en el que hablamos por primera vez.
—¿Me conocías?
—En realidad, conocía tu existencia. De entre
todas mis tareas que, hasta hoy, he realizado sin cuestionarme ni dudar un
segundo, únicamente una de ellas me resultaba harto inusual. Una tarea que mi
padre me dejó atrás en una carta escrita de su puño y letra y que, cito
textualmente, es mi deber cumplir incluso si eso significa condenar a Revon a
su ruina...
—Me estás asustando —admití con nerviosismo.
—Te lo ruego, Andrea… Este secreto me pesa. Sé
que es aterrador, pero permíteme compartirlo contigo. Podría ser una pieza más
de este rompecabezas, una parte de nuestro misterio.
Asentí con la cabeza, pero en mi mente en
realidad no quería escucharlo.
—Mi padre me ordenó, ante todo, protegerte.
—¿Protegerme?
—Créeme, yo tampoco lo he comprendido hasta
hoy. No niego que seas la persona más admirable que haya conocido en mi vida,
pero tengo a mi madre, a mis hermanas, a mis hermanos… ¡e incluso uno de ellos
a su partida no era más que un bebé! Pero en las últimas palabras que me
dedicó, no figuraban sus nombres. Solo el tuyo. Y una orden: protégela a
cualquier precio.
De modo que, en realidad, Lewis Liarflam sí
había mantenido la promesa que le había hecho a mi madre… Pero aquello, en
lugar de darme respuestas, ¡me planteaba más preguntas! ¿Por qué ocultarlo?
¿Por qué darle una orden así a su propio hijo? ¿Por qué obligarles a pasar
igualmente por el luto?
—No puedes imaginar cuánto tiempo llevo
deseando contarte esto.
—Imagino que haya sido una carga muy grande.
Yo también quiero compartir algo contigo. No puedo pedirte que me creas… lo que
quiero contarte es difícil de decir y aún más difícil de creer.
Su gesto se transformó en intriga.
—Puedo ver cosas en mis sueños, como… lo que
va a ocurrir. No sé cómo, ni tampoco el porqué, pero lo veo tan claro como te
veo a ti.
No dijo nada. Su silencio me causó miedo a la
reacción que podría tener más tarde.
—Descubrí este cuarto de esa manera. He visto
muchas cosas que después ocurrieron. Todo lo que aparece en mis sueños termina
por suceder, tarde o temprano…
Su mirada cambió de forma casi imperceptible.
Sus ojos no mostraron rechazo, sin embargo, que era mi mayor temor, sino un
interés despierto.
—¿Cuánto has visto en tus sueños? —Preguntó.
—Muchas cosas. Tantas que no podría
contártelas en una sola noche.
—¿Son tus sueños los que causaron tu fiebre?
—Sí. Ha ocurrido más veces. Era lo más
habitual cuando era niña.
—¿Viste la muerte de tu padre?
Me quedé paralizada. “No” pensé, pero en
realidad…
—No lo sé. No lo recuerdo. Es posible, pero…
Apenas tengo recuerdos previos a la partida de mi padre.
—Imagino que, incluso si fuera así, no sería
algo que desees recordar…
Se acercó más a mí, quitándose la capa y
dejándola sobre el escritorio. Acto seguido, me cogió de las manos con un gesto
cercano y dijo en una voz suave:
—Te creo, Andrea. Suena como un peso enorme…
—¿De verdad me crees? —Pregunté aguantando mis
lágrimas en los ojos.
—Aunque suene descabellado, encajaría con la
tarea que me encomendó mi padre.
Respiré aliviada. Mis temores se volvieron
vanos, insignificantes, al sentir que mi conexión con Markus era superior a
todos ellos. Sin que él lo supiera, había aplacado uno de mis peores demonios
al abrazarlo con tanta naturalidad.
—Tenemos el misterio —cerrando el libro que
tenía entre sus manos, una chispa de curiosidad e intriga se reflejó en sus
preciosos ojos carmesíes—, y creo que sería buena idea empezar a investigar
desde aquí. Tal vez encontremos algo que nos guíe. ¿Tú qué opinas?
—¿Eh?
—¿Por dónde comenzamos?
—No tengo ni idea —admití. Se rió—. Podrían
pasar años antes de que termináramos de leer todos estos libros.
—A mí no me importaría, pero es cierto que me
invade la impaciencia.
—¿Tú tienes alguna idea?
—Mientras leía sobre el linaje de Ierosaeth
Sorein, hubo algo que me resultó familiar.
—¿Algo que leíste?
—No, algo que vi —retomó el libro que estaba
consultando y me mostró una de las ilustraciones—. Este lugar.
Lo miré con detenimiento. Era el interior de
un templo, con una escultura en el centro que parecía representar un monje
elevando sus manos. La ilustración estaba solo hecha con tinta negra, pero
poseía un mayor detalle en comparación con las demás ilustraciones. Por extraño
que suene, aquel lugar también me recordaba a algo, pero tampoco podría haber
dicho a qué.
—¿Dónde podemos encontrarlo? —Pregunté.
—No tengo ni la más remota idea. Extrañamente,
me resulta conocido, pero no lo reconozco en realidad.
—Creo que sé a lo que te refieres. No sé cómo
explicarlo, pero es un sitio que he visto antes, aunque no sabría decir dónde…
—¿Algún viaje que hayas hecho?
—No, no… Yo solo he viajado por las montañas,
a los mercados y festivales. ¿Y tú?
—He visitado muchos lugares, pero tengo la
sensación de que este no es uno de ellos…
Nos miramos el uno al otro con intriga.
Teníamos diferentes condiciones, pero los dos coincidíamos en esa sensación de
extraña familiaridad.
—¿Tal vez lo vieras en alguna profecía?
—Lo recordaría —aseguré.
Markus volvió a mirar hacia el escenario
dibujado en el libro que sostenía en sus manos. Parecía contrariado e incluso
frustrado por ser incapaz de resolver el enigma. Yo entretanto continué tomando
libros de las estanterías, buscando en ellos algún tipo de pista, alguna forma
de saber —o de recordar— qué lugar representaba aquella ilustración, pero todos
nuestros intentos fueron en vano y acabamos rindiéndonos.
De vez en cuando, uno de los dos nos
asomábamos al exterior para asegurarnos de que la estantería seguía en su
sitio, hasta que, en determinado momento de la noche, noté que la luz comenzaba
a volverse purpúrea, presagiando la llegada de la madrugada. Me llevé la mano a
la boca por el estupor y bajé de nuevo las escaleras.
Cuando regresé a la habitación, Markus estaba
sentado en el suelo, concentrado en la lectura de otro libro completamente
diferente, escrito en una lengua que me era ajena y desconocida, rodeado por la
montaña de libros que habíamos retirado de las estanterías durante toda la
noche.
—Markus —lo llamé con suavidad acercándome.
—¿Hm?
—Está amaneciendo.
Desató sus ojos del libro unos segundos y me
miró como si no comprendiese mi idioma en absoluto.
—Está saliendo el sol —repetí.
Su cara fue un poema: parecía sorprendido y se
levantó de golpe.
—Oh… ¡Oh! ¡Lamento haberme excedido en mi
estancia!
—No importa, pero tal vez deberías marcharte
antes de que alguien te vea.
Él recogió su capa y se atavió de nuevo con
ella.
—No hemos encontrado nada nuevo —me quejé
desilusionada.
—Ten paciencia. Tengo la certeza de que
estamos siguiendo una línea de pensamiento adecuada.
—¿Qué deberíamos hacer?
—Sigamos buscando información sobre ese
templo. Tarde o temprano daremos con la respuesta. Si no es demasiado
atrevimiento, desearía tomar alguno de estos libros para examinarlos
detenidamente, con tu permiso.
—Por supuesto.
Le ayudé a prepararlos y los atamos con unas
correas. Subimos rápidamente, la celeridad de encontrarnos los dos allí, de
madrugada, me llenó de aquella misma deliciosa sensación de rebeldía que me
había embriagado horas atrás. Tras bloquear con la estantería el acceso a la
biblioteca, le acompañé de vuelta a la entrada, donde él se giró para
despedirse.
—No sé cómo agradecer la confianza que
muestras en mí —murmuró.
—Eres mi amigo. Por supuesto que confío en ti.
—Nunca había conocido a alguien que en verdad
demostrara el valor de la palabra “amistad”. Hasta ahora, nunca había podido
sentir que si me faltara alguien estaría perdido.
Con aquellas palabras, sentí calor en mis
mejillas y en mi pecho. No era un calor molesto, sino todo lo contrario: como
el calor que da un abrazo en medio del invierno, dulce y agradable.
—Creo que lo que deseo es darte las gracias
por haberte acercado a mí y darme la oportunidad de conocerte. Por eso,
gracias, Andrea.
—No hay de qué —respondí prácticamente sin
aire.
Markus se marchó antes de que el gallo
cantara. Regresé a mi habitación después de haber escondido la puerta de nuevo
y me dejé caer en la cama mientras una inminente sensación de felicidad me
invadía el cuerpo.
Probablemente no se lo imaginara, pero cuando
estaba con él, despertaba un sentimiento que jamás había sentido cerca de otras
personas: si él estaba en Revon, aquel era mi hogar.