14 - Visión



Visión

Estaba tan acelerada que, incluso tratando de dormir, mi descanso fue superficial, ligero y vigilante. Ya no estaba tan atacada como cuando desperté en aquella habitación desconocida, pero mi mente no me permitía el reposo. El tiempo que estuve recuperando fuerzas me permitió abrir mi mente a los recuerdos borrosos de la noche anterior, en especial a la visión del hipogrifo.

Conocía aquel animal. Era una criatura legendaria que solía ser un símbolo entre los héroes de antaño. Había leído cuentos  en los que aparecían, pero no era capaz de creérmelo del todo. “Con tus propios ojos has visto la verdad”, pero yo ya no estaba tan segura de lo que era verdad y lo que era mentira. Esa criatura, tanto como los ángeles, demonios y la magia... Había quienes decían que solo eran leyendas, pero cada día hacía que sonaran menos descabelladas.

Abrí los ojos, sintiendo cómo se acumulaban los bostezos en mi garganta. Seguía teniendo sueño, pero mi cuerpo parecía haberse recuperado por completo de su fatiga durante la noche. Ya no me dolían ni las piernas ni los hombros, ni mis músculos estaban entumecidos hasta el punto de no responder.

Al otro lado de la habitación, sentado a la vera del hogar, estaba el encapuchado, solo que ya no estaba encapuchado. Lo contemplé unos segundos, sabiendo que el día anterior me había dicho su nombre y dándome cuenta de que no me acordaba de cómo era.

Se había quitado la capa y en aquel momento estaba recostado sobre la silla, leyendo un tomo con atención. Bajo su mata de pelo negra y rizada los rasgos de su rostro eran afilados y tenían la misma calidad que los de una escultura perfecta: sus ojos, rasgados y prudentes, se cubrían bajo unas pestañas largas; en sus pómulos no había rastro de imperfección alguna, ni siquiera iluminados por la poco favorecedora luz del fuego... Incluso sus labios, que eran finos y permanecían serios, sin rastro de que ninguna sonrisa hubiera pasado en algún momento por ellos, eran los más bellos que había visto en mi vida...

Él elevó la mirada tan pronto como me incorporé y lo reconocí como el hombre con quien me había encontrado en Sidlo durante el mercado, el mismo que perdió la llave que abría la puerta de la biblioteca de mi padre.

 

—Tú... Eres el hombre de Sidlo.

—Estoy impresionado —respondió con tono intransigente y mirada desencantada.

—¿Por qué tenías una llave de mi casa?

—Para custodiarla —con un gesto me hizo entender que su respuesta era obvia.

 

Apreté los dientes con impaciencia y traté de calmarme de nuevo.

 

—No es casualidad que se te cayera la llave entonces, ¿verdad?

—Una vez más, me sorprende tu capacidad de observación. Sí, no fue casualidad. Alguien me pidió que te la entregara sin que tu madre se diera cuenta.

—¿Alguien? ¿Te refieres a Mortinella?

—Tuviste que romper tu racha de aciertos —Él enarcó la ceja y se cruzó de brazos—. Haznos un favor y asume ya que Mortinella y yo no estamos en el mismo bando. Así tal vez podremos hablar de lo que es realmente importante.

—Vale, vale. ¿Quién te pidió que me la entregaras?

—La maestra de tu padre.

 

 “Maestra”. Aquella palabra no me encajó de inmediato. Pensé unos segundos y me imaginé a las maestras que teníamos en la escuela de Revon, aquel tipo de personas que se dedicaban a instruirnos a las niñas a hacer las tareas del hogar, pero no me imaginaba a mi padre trabajando en labores...

 

—¿A qué te refieres con maestra?

—A la persona que le adiestró en las artes mágicas.

 

No respondí, pero noté cómo mis ojos estuvieron a punto de salirse de sus órbitas. El tipo delante de mí esbozó en su rostro una desagradable sonrisa de superioridad. Me puse roja, en parte por la rabia y en parte porque su gesto me había llevado a avergonzarme de mí misma.

 

—Tranquila, no esperaba que una qampia como tú fuera capaz de entenderlo.

—¡Deja de llamarme eso! —Me quejé.

—Es lo que eres.

—Bueno, pues tú eres un loco borracho.

—Pues he caído dentro de los dos mejores tipos de personas —su ceja volvió a elevarse, su semblante petulante me hacía rabiar aún más—. Tú, en cambio...

 

Con una actitud moralizante y agrandando su sonrisa de satisfacción, el hombre se inclinó ligeramente hacia mí y pronunció con sorna “eres una ignorante e impulsiva mentecata”.

Apreté la mandíbula, frustrada. El hombre delante de mí volvió a recostarse en su silla y regresó su atención al libro. Sus constantes desaires me estaban volviendo loca.

 

—En verdad, no tienes ni idea de nada —murmuró él, después de unos minutos de incómodo silencio—. Pensé que habrías salido de Revon por eso.

—No descubrimos tanto de la aventura de mi padre —murmuré—. Pero Mortinella me atacó y... y... era una amenaza para mi familia.

—¿No pensaste que sería buena idea esconderte en el estudio de tu padre?

—¿Y si  me hubiese encontrado?

—Mortinella no puede entrar allí.

—¿Y cómo se supone que yo podía saber eso?

 

Él elevó la mirada y pareció sorprendido. Sus ojos me juzgaron unos instantes y me intimidó un poco su cambio de actitud. No sabiendo bien qué esperarme de él, me preocupaba tocar un tema que lo llevara a maldecirme o a lanzarme un embrujo. Su rostro, sin embargo, se volvió meditabundo.

 

—Tu madre lo sabía —informó—. Es cierto que Lunaria insinuó en nuestro último encuentro que ella no quería que tú supieras nada, pero no imaginaba que...

—¿Mi madre conocía aquel lugar?

—Puede que así sea mejor. En el fondo, me alegro que no te detuvieras en ello demasiado tiempo, aunque eso signifique haber elegido emprender tu viaje sin saber absolutamente nada.

—Sabíamos a dónde dirigirnos —respondí, molesta al ver cómo encontraba siempre la forma de menospreciarme—. Lapper. Comenzando el viaje en la posada erguida entre Miriatom y Neruliem, siguiendo por Cogander, Mazis, Altestal...

—Espera, ¿cómo? —El hecho de que comenzara a explicarle las etapas que habíamos elegido para el viaje pareció pillarle desprevenido—. ¿Cómo es posible que conozcas los lugares por los que pasamos en nuestro viaje?

—Lo leí —respondí, sorprendida. Tardé unos segundos en caer en la cuenta de que él era una de esas personas que había acompañado a mi padre en su aventura.

—¿Dónde lo leíste? —Su semblante se mantuvo serio, aunque se veía en el cambio de su energía que aquella información le preocupaba.

—En el cuaderno de bitácora —mentí, sobrecogida.

—Nos encargamos de destruir todos los mapas y de ocultar esa información en cada cuaderno de bitácora que se realizó.

 

Desvié la mirada, aterrada y después negué con la cabeza. El viajero me miró con severidad y después suspiró desencantado.

 

—Entonces, he de suponer que Lewis Segundo y compañía están siguiendo el mismo camino que seguimos hace diez años —él resopló con impaciencia.

—¿Lewis Segundo...? ¡Espera! ¿Hablas de los Liarflam?

—Llevan buscándote desde el alba, peinando todo el bosque y la zona. Un precioso perro-lobo, por cierto, inteligente a más no poder. Encontró tu puñal antes de que yo lograra recuperarlo y llegó a rastrearte hasta la entrada de esta cueva, no fue fácil lograr que se marcharan sin más.

—¡No puedes estar hablando en serio! ¡Deberían haber regresado a Revon!

 

Él se encogió de hombros, mostrando así que la cosa no iba con él. Le miré con desesperación y él se rió por la nariz.

 

—Acabarán cansándose y regresando a Revon pronto, supongo. Según tú, teníais planeado pasar vuestra segunda noche en Cogander, ¿cierto?

—No podemos dejar que me encuentren —el recuerdo de mi visión regresó a mí y comencé a respirar sin control, aterrada por el pensamiento de que ellos pudieran ser atacados por Mortinella—. ¡No! ¡Tienen que regresar!

—¡Cálmate! —Súbitamente, su tranquilidad se volvió inquietud—. ¿Por qué es tan importante que regresen?

—¡Mis amigos están en peligro! ¡Mortinella intentará matarlos!

—Los Liarflam estarán bien —respondió—. No son su principal interés y, por lo que pude comprobar ayer, estás marcada con su sangre.

—¿A qué te refieres con eso?

—Es otro de sus sucios trucos: ha generado un vínculo de sangre con tu cuerpo y puede rastrear tu esencia con más eficacia que cualquier sabueso.

 

Miré hacia el fuego. Me transmitió un poco de calor el hacerlo, ya que sentía un frío invernal recorriéndome la piel.

 

—Entonces, lo primero que tenemos que hacer es ocultar tu esencia al demonio —él se puso en pie y rebuscó algo en su capa. De entre la tela oscura y gastada sacó un colgante con una piedra gris llena de escrituras extrañas y minúsculas. Al encontrarlo, me lo pasó—. Esto será suficiente. No esconderá del todo tu esencia, pero servirá para que no le sea tan fácil encontrarte.

 

Miré el colgante sin mucho interés. No entendía nada de lo que el hombre me estaba diciendo. Él me observaba con el ceño fruncido, sin decir nada. Por mera incomodidad, accedí a ponermelo.

 

—Antes de que empieces a hacer preguntas estúpidas, tendré que explicártelo todo —él arrugó la nariz con desagrado—. El nombre por el que se me conoce, como te dije antes, es Thukker. Mi misión era protegerte y, llegado el momento oportuno, guiarte hasta Azher Hyra, la maestra de tu padre.

 

¡Cierto! ¡Su nombre era Thukker! ¡Aquel era el mismo hombre que Sumire, la posadera, me había recomendado buscar! Aunque, siendo sincera, no estaba muy segura de poder confiar en él. Por lo poco que le conocía, no parecía peligroso, pero sí muy inestable. ¿De verdad, este tal Thukker de las montañas iba a ser mi mejor baza para salir de aquella situación?

Aunque, siendo del todo justa, ya me había salvado de Mortinella en una ocasión...

 

—Si me acompañas, estarás en peligro de muerte —respondí desviando la mirada—. Mortinella me persigue y no parará hasta matarme. Por tu propio bien, deberías ir por tu camino y dejarme a mí por el mío.

—Mi propio bien no tiene la menor importancia ya —negó con la cabeza—. Ni siquiera el tuyo la tiene.

 

Me preparé para replicar en el momento en el que él dijo tan abiertamente la poca importancia que yo tenía, pero él continuó hablando de inmediato:

 

—Tu ayuda, entre otras tantas, podría ser la única esperanza que le queda a nuestro mundo. No quiero ser alarmista, pero Zairon está muriendo.

—¿Pero qué estás contándome?

—Los bosques se secan, las aves perecen en pleno vuelo, las fuentes de agua callan en lugares de todo el mundo, secando ríos y llenándolo todo de arena y desolación. Fenómenos como estos solo han aparecido en las leyendas hasta ahora. Tu padre dedicó su vida a estudiar todos estos fenómenos.

 

Apreté los puños con fuerza. Siempre era él quien estaba involucrado en todo. Mi reacción fue tan obvia que él incluso la malinterpretó por una frustración relacionada con lo que me estaba contando.

 

—Nuestra idea es profundizar en esa línea y tratar de buscar una forma de prevenir la muerte de Zairon...

—Pero, ¿de verdad hay algo que podamos hacer?

 

Mi mente regresó a Revon, a mi familia, a los Liarflam. Pensé en mis hermanos pequeños, en mi madre e incluso en mi mejor amiga, Alvinne Gartene. Si Zairon moría, ¿qué sería de ellos? ¿Quedaría algún lugar al que regresar en un futuro?

 

—No podemos saber lo que será. Si descubriéramos qué es lo que está causando estos fenómenos, tal vez podríamos combatir la ruina hacia la que se dirige inevitablemente nuestro mundo.

—¿Y por qué crees que mi ayuda podría ser la última esperanza que le queda a nuestro mundo?

 

Él volvió a dirigirme una mirada inquisidora, pero al menos, esta vez no la acompañó de groserías ni de improperios.

 

—Solerum, Lunaria, Ierosaeth, Rizienella y Mortinella. Tú eres la heredera de la tradición de Rizien. Si juntáramos todos nuestros poderes y nuestro vínculo con el mundo, podríamos dar con la única forma de salvarlo.

 

Llevé mi mano instintivamente a las vendas de mi brazo, aquellas que cubrían el nombre de “Rizienella” marcado a fuego en mi piel. Me sentí inepta y, al mismo tiempo, muy incómoda. Si realmente nuestra única opción era colaborar los cinco, me parecía una idea inalcanzable.

 

—Hablas de nosotros —aprecié, elevando mis ojos para encontrarlos con los suyos—. De todos ellos, ¿quién eres tú?

—Yo soy aquel al que llaman Solerum. Emisario de la luz del sol, ángel de la batalla y de las cosechas.

—Entonces, nos faltaría encontrar a Ierosaeth y a Lunaria y... ¿convencer a Mortinella de que se una a nosotros?

—Mortinella acabará regresando a sus cabales y sé bien cómo y dónde encontrar a Lunaria. En cuanto a Ierosaeth, el último heredero de ese nombre murió hace años sin ninguna descendencia conocida. Deberíamos encontrar al siguiente heredero de la tradición, pero ni siquiera sabemos si tenía familia.

 

Recordaba aquel nombre como un punto muy importante en la investigación que había comenzado con Markus. A aquella figura estaba dedicada el templo de Lapper hacia el que nos dirigíamos inicialmente. Tal vez nuestra decisión de ir allí en un primer lugar no hubiese sido tan fútil...

 

—¿Es posible que encontremos algo si vamos hasta Lapper? —Pregunté—. Aquel era su templo, ¿no? Tal vez allí haya...

—No. No vamos a ir hasta Lapper. En todo caso, iré yo solo a comprobar tu teoría. Tú vas a ir con Lunaria mientras yo encuentro a Ierosaeth. Ella podrá ofrecerte protección hasta que Mortinella entre en razón. En el momento en el que estés con ella, me iré por mi camino. ¿Entendido?

 

No me gustaba su actitud en absoluto, tratándome con esa condescendencia y como si yo no fuera más que un estorbo en su vida. Solo me daban ganas de demostrarle lo capaz que podía llegar a ser para darle en las narices con su terrible arrogancia. Se iba a enterar...

 

—Está bien. De acuerdo —respondí resoplando al ver que no me quedaba alternativa—. Iremos con Lunaria...

—Hasta ese entonces, nadie debe saber quién eres tú ni quién soy yo, tenemos que ser cautos.

—Entendido. Tendré cuidado...

—No basta con eso —respondió Thukker enarcando una ceja—. No te ofendas, pero solo con verte una vez, podría reconocerte fácilmente entre una multitud.

—Y yo a ti también.

—Con lo que has tardado en darte cuenta de quién era desde que hablé ayer contigo en “La oronja pintada”, podría haber recorrido suficientes leguas como para no volver a verte jamás.

 

Me encogí de hombros.

 

—Lo primero es lo primero —dijo de inmediato—. Podrás utilizar una de las antiguas capas de tu padre para no destacar con esas ropas. ¿Y qué piensas hacer con ese pelo?

—¿Con mi pelo? ¿Qué tiene de malo mi pelo?

 

Alcancé varios mechones de mi cabello y me percaté de que estaba muy estropeado y despeinado. De hecho, aún tenía ramas y hojas enredadas entre los numerosos nudos que se me habían hecho en él y recordé que el día anterior me había enganchado a un árbol mientras escapaba de Thukker.

 

—Tendrás que cortártelo —ordenó.

—Ni hablar. Este pelo es una marca de mi identidad.

—Precisamente por eso tienes que renunciar a él. Por un lado, no será tan fácil reconocerte si te desprendes de él. Por otra parte, te agobiará menos y no tendrás que pasarte horas cepillándolo.

—¡Pero no me lo he cortado en casi diez años! ¿No puedo hacerme una trenza y ya?

—Volverá a crecer. Solo es pelo.

—¡No es solo pelo! ¡Es...!

 

Mientras desenredaba algunos nudos con los dedos, sentía pinchazos en mi pecho. Me gustaba mi pelo, la forma que tenía de caer, de moverse con el viento. Sin embargo, todo aquel dolor no era fruto del desencanto por perder mi pelo y yo lo sabía: en los últimos dos días, había tenido que renunciar a tantas cosas que el renunciar a mi pelo también era como anular por completo mi existencia previa...

 

—Está bien —Acepté bruscamente mientras me giraba—. Puedes hacerlo con la daga de mi abuelo...

—La extraviaste mientras corrías por el bosque.

 

Apreté los dientes, aún más frustrada.

 

—Hay otra daga en la mochila —informé.

—La he visto y no la pienso tocar. Está imbuída en una poderosa magia negra. Lo haré con la mía...

 

Me quedé en silencio mientras oí cómo la sacaba de su vaina con un sonido cortante. Y cerré los ojos mientras él me tiraba del pelo por primera vez y comenzaba a cortarlo sin ningún cuidado. Pese a que le pedí que tuviera más cuidado, él parecía no entender que no solo me estaba haciendo daño en el corazón, sino que también me lo estaba haciendo en el cuero cabelludo. Thukker era tan bruto al actuar como al hablar, así mi pobre cabellera se sintió tan torturada como yo.

De hecho, me alegré no tener un espejo cerca. Tenía miedo de que literalmente me hubiese arrancado el pelo de cuajo.

 

—Muy bien —murmuró—. Así será suficiente.

 

No pude resistir el impulso de llevarme las manos a mi pelo. Estaba muy corto, apenas llegaba a los hombros, y me seguían doliendo los tirones que me había estado pegando. Después de aquello, él puso mi mochila sobre la cama.

 

—A todo esto —saqué el tema, intentando no pensar en la tragedia que había asolado a mi melena desperdigada por el suelo—. ¿Dónde estamos?

—Falta poco más de una legua para Neruliem. En esta cueva es donde tu padre guardaba sus libros de hechizos.

—¿Para qué iba a necesitar mi padre un lugar como este?

—Porque tu padre era un hechicero conocido como “Mialogum”. Adoptó el nombre de Alecsandros cuando conoció a tu madre. Tenía que esconder su conocimiento de las artes mágicas del soberano de Etermost, el infante Afne —él enarcó una ceja con un gesto chulesco—. No es que te sirva de mucho saber esto, pero aunque la mayoría de los príncipes entienden la magia, él la teme. Cuando alguien comienza a practicarla en su reino, le obliga a hacer un encantamiento que le ata a su voluntad por toda la eternidad. Si te niegas solo te condena a la pena máxima por un crimen de alta traición.

—Eso es horrible.

—Es el mundo en el que vives. Naturalmente, jamás se atrevería a enfrentarse a mí, pero tu padre poseía un conocimiento que no solo podía ponerle en peligro a él, sino también a vosotros.

—Qué sorpresa...

 

Él no respondió a mi comentario.

 

—¿Dónde vamos a ir ahora?

—A Kriannos, con la maestra de tu padre. Ella puede proporcionarte una escolta, un lugar seguro donde hospedarte y contactos que te mantendrán a salvo.

—¿De verdad crees que estarán bien? —Pregunté, intranquila.

 

Thukker debió de notar mi desazón. Probablemente era tan obvia que incluso alguien tan zafio como él no podía actuar con su insolencia habitual.

 

—Anoche demostraste mucho valor y entereza al tomar tu decisión. Correcta o no, si existía una forma de alejar el peligro de ellos, esa sería la más razonable.

 

Asentí con la cabeza. Aquello me hizo sentir mucho mejor, la verdad.

 

—Ellos pasaron Neruliem hace horas, así que pasaremos por ese mismo lugar. Mi intención es llegar a Ástarmo antes del anochecer. Si su destino es realmente Cogander, así evitaremos el encuentro.

—Por mí bien —Preferí obviar el detalle de que no reconocía ninguno de aquellos lugares y que mi conocimiento de la cordillera solo incluía a Sidlo por el mercado, Aryen por los festivales y Revon porque vivía allí. A todo eso se reducía el conocimiento de nuestro mundo.

—No está bien. Deberíamos hacer muchas más leguas cada día hasta llegar a Kriannos.

 

Él tendió su mano hacia mí para levantarme, pero preferí hacerlo por mí misma. Me quedé petrificada al ver los mechones que dejaba atrás, tirados de cualquier manera en el suelo. Mi larga cabellera, la historia de mi vida.

Pero él se paró poco tiempo a contemplar lo mismo. De hecho, me ignoró y con un contundente placaje abrió la enorme puerta de madera. En el exterior, el sol lucía con tal fuerza que solo tuvo que abrirla un poco para que me escocieran los ojos hasta hacerlos lagrimear. Él hizo un gesto para que saliera.

Aquella puerta estaba en lo alto de la ladera de una de las montañas, detrás de ella prácticamente se elevaba la enorme pared de piedra completamente vertical que llevaba al pico. Tan pronto como Thukker cerró la puerta, del suelo emergió una roca fina como una lámina que cubrió por completo la puerta, camuflándola con la montaña. Anonadada, me aproximé a palpar la superficie, que era tan maciza como el resto del entorno.

 

—Prodigioso —susurré prácticamente sin voz.

—Es solo mimetización del entorno. Magia básica de tierra.

—Nunca, en toda mi vida, había visto algo tan asombroso.

 

Él disimuló una risilla y me quedé mirándolo. Fingió toser unos segundos y me apresuró para que comenzáramos la marcha, pero a decir verdad, hubiese jurado que él estaba sonriendo.

 

—¿Y si nos vieran los Liarflam?

 

Él se quedó en silencio unos segundos como pensativo y después negó con la cabeza.

 

—No. Ellos ya salieron de las montañas. Parece que pronto llegarán a Cogander. Se están tomando su tiempo, parece que han parado a preguntar por ti en Neruliem.

—¿Cómo sabes eso?

—Se llama deducción. Si se han retrasado tanto es porque había un motivo que los ha mantenido ocupados y hay quien dice que han perdido una compañera.

—No, me refiero a cómo sabes dónde están los Liarflam. ¿Lo has visto en una bola de cristal?

—Siento desilusionarte, pero no existe la clarividencia —anunció con aplomo—. Lo más parecido que  he visto a tu “bola de cristal” son las fuentes mágicas, y todas ellas se han secado.

—Ya, claro —murmuré con suspicacia—. Entonces dime, ¿cómo has podido verlo?

—Yo soy Solerum y no tengo por qué responderte a todas tus preguntas. Esto no es un interrogatorio y, si lo fuera, yo no sería el interrogado.

 

Suspiré apesadumbrada. Ni siquiera me había molestado su forma de tratar conmigo, pero me apenaba que no me desvelara sus secretos mágicos. La magia para mí, de momento, seguía siendo misteriosa y una nueva y enorme incógnita pero, después de lo que acababa de ver, estaba claro que era innegable. Quería ver más, mucho más, aunque Thukker no parecía muy dispuesto a mostrar sus habilidades delante de mí.

 

—Apresúrate —me apremió—. Ya vamos con retraso. Recuerda que tenemos que llegar a Ástarmo a tiempo para encontrar un buen lugar en el que pasar la noche.

 

Nuestro paso fue rápido y, por desgracia, silencioso. En un par de ocasiones, traté de entablar una conversación con Thukker, a lo que él respondía “si aún tienes aguante para hablar, podemos ir más rápido” y se apresuraba aún más. Tenía una inmensa curiosidad por los misterios que rodeaban a mi acompañante... Me moría de ganas de preguntarle por la magia y sus poderes, pero él había creado una barrera entre nosotros que parecía insorteable. Pese a todo, fue un trayecto agradable: agradecía enormemente que el descanso hubiese calmado el dolor de mis músculos.

A nuestra llegada a Ástarmo, pasando el momento de la tarde en el que el sol pega con mayor fuerza, él me indicó que pasaríamos la noche en una comuna. Nunca había pasado la noche en una y mi estancia en aquel sitio fue terrorífica.

A medida que nos acercábamos al edificio, la gente comenzó a volverse progresivamente más turbia. La suciedad, el áspero olor del alcohol fuerte y las miradas suspicaces nos persiguieron mientras cruzábamos la que imaginé que sería la peor zona de Ástarmo. Durante aquel trayecto, le seguí el ritmo a Thukker muy de cerca, intimidada por el ambiente del barrio.

Al entrar en la comuna, nos recibió un hombre rollizo con el poco pelo que rodeaba su desnuda coronilla pegado completamente a su cráneo de lo grasiento que estaba. Él nos miró con un gesto desagradable.

Thukker no dijo nada en absoluto, pero dejó unas monedas de cobre sobre la mesa que el dueño contempló unos segundos antes de entrecerrar los ojos.

 

—No nos haremos cargo de vuestras cosas, así que no las quitéis los ojos.

—Por supuesto —respondió mi acompañante.

—Vuestros cajones son el treinta y dos y el treinta y tres —anunció. Me sentí mucho más tranquila en el momento en el supe que habría alguna forma de consignar nuestras cosas.

 

Thukker no respondió nada y se dirigió hacia la única puerta que había, a la izquierda. Le agradecí al dueño su hospitalidad y después me di prisa en seguir a mi compañero. El interior de la comuna era muy similar a lo que habíamos visto en el exterior: lleno de gente que no parecía amigable en absoluto. Había un cierto tumulto, pero no tanto como en la calle: aquel era un murmullo desconfiado, mientras que en el exterior nos habíamos encontrado con unos susurros de desprecio. Nerviosa, mantuve la cabeza agachada hasta que llevamos a la numeración 30.

Entonces comprendí a lo que el dueño se refería en realidad cuando habló de nuestro “cajón”. En lugar de una cama, los catres eran cajas de madera cubiertos con sábanas y estaban apretados unos contra otros en la enorme habitación. De hecho, hubiese sido más apropiado llamarlos ataúdes. Thukker se paró en el cajón número 32 y removió las sábanas hasta descubrir una tabla de madera que quitó para meter sus cosas dentro. Después se giró hacia mí y me miró con fastidio.

 

—Mientras veníamos hacia aquí, vimos unos baños públicos —mencionó Thukker—. ¿Te fijaste?

—Sí, claro. Están a varias manzanas de aquí...

—Bien. Vas a ir allí y vas a darte un baño.

—Hoy no es día de baño —respondí sin más.

 

Él me miró con tal tirria que imaginé que, si no me iba de inmediato a los baños, me arrancaría la suciedad a tiras con la piel. Con ese argumento, era difícil no cambiar de opinión y elegir los baños en vez de lo que fuera que se le pasó por la cabeza con mi primera respuesta.

 

—Deja aquí tus cosas —ordenó.

—¿Qué? ¡Ni hablar!

—Estarán más seguras conmigo de lo que lo estarán si te las llevas.

—¡Esto es todo lo que tengo! ¡Ni siquiera tengo claro que todo esto no haya sido un paripé para que me confiara y así aprovecharte de mí!

—Si hubiese tenido la intención de robarte, lo habría hecho. No me han faltado oportunidades, que digamos...

 

Miré hacia él con desconfianza. Él resopló y procedió a quitarse una cadena de oro que colgaba de su cuello y me la pasó. Aquella era una pieza de joyería que no tenía nada que ver con el amuleto rudimentario que me había ofrecido antes, ni tampoco con el resto de amuletos que llevaba.

 

—Llévate esto. Si desaparezco con tus cosas, podrás venderlo en una casa de empeños.

 

Lo cogí y me lo puse. Tras darle mi mochila me dispuse a irme, pero él, con su voz llena de sorna y chulería, volvió a detenerme:

 

—Las botas y la bolsa de dinero también.

 

Me giré y le miré arrebatada por la rabia. Él extendía su mano hacia mí con un gesto hirientemente divertido. Total, que me fui caminando descalza hacia los baños públicos, esquivando como podía cristales y demás. Los que me rodeaban me miraban de arriba abajo con mal gesto.

Los baños estaban, obviamente, divididos en el área femenina y el área masculina. Nunca había estado en unos baños públicos porque habitualmente llenábamos una bañera en casa. En el interior, el lugar tenía un ambiente sobrecargado y eso hacía que fuera difícil respirar.

Para entrar, tuve que pagar media moneda de plata exacta que me había dado Thukker antes de irme, mucho más de lo que íbamos a pagar por dormir en la comuna. En los baños, había unas piscinas grandes y alargadas en las que varias mujeres hablaban y cotilleaban acerca de los rumores más jugosos de Ástarmo. Algunas tenían un aspecto mucho más sucio que el mío.

Me desvestí, roja como un tomate. Jamás me había desnudado en un lugar con gente desconocida, pero nadie pareció prestarme atención mientras colocaba mis cosas cerca de mí. Mis ojos recorrieron con nerviosismo toda la sala. Nadie me estaba mirando...

Y entonces llegué al momento en el que me tenía que quitar las vendas de los brazos. Las miré con desesperación. Aquellas sí que podían meterme en un problema... ¿Y si alguien me reconocía? ¿Y si alguien descubría quién era al leer lo que tenía grabado a fuego en mi brazo?

Con ese pensamiento acosándome en mi mente, las deshice con prisa y rápidamente me metí en el agua. Sorprendentemente, el agua estaba templada y resultaba bastante reconfortante estar en ella.

Sin querer pero queriendo, mis oídos se centraron en las conversaciones ajenas. En realidad no conocía en nada a aquella gente ni tenía la mínima idea de lo que hablaban, pero era mejor que encontrarme en el medio de un silencio incómodo. La mayoría de sus conversaciones eran meros chismes, algunas aprovechaban a hablar de recetas y comentaban otras tareas.

 

—¡Eh, tú! —Me sorprendí al oír una voz a mis espaldas y me giré para mirar asustada hacia el origen.

 

Al girarme, vi a dos personas detrás de mí. Una de ellas aún estaba vestida y tenía mis ropas en sus manos. La otra mujer, una chica con el pelo corto y aún desnuda, la había agarrado del brazo.

 

—¡Suéltame! —La mujer que intentaba llevarse mi ropa estaba intentando zafarse de la otra sacudiéndose con fuerza.

—¡Mi ropa! —Grité y salí de la bañera de inmediato. Todas las mujeres del baño miraron hacia la escena.

 

La ladrona, tan pronto como percibió que todo el mundo la miraba, tiró mis cosas al suelo y la otra la soltó. Con la inercia, la primera tropezó y salió corriendo. Recogí mis cosas, estaba temblando y mis ojos se habían llenado de lágrimas por el susto. Agradecí de corazón a la mujer que había salvado mis cosas y ella se rió y se encogió de hombros.

 

—Ni lo mentes —respondió ella—. Tenemos que protegernos unos a otros, ¿no, compañera?

 

Me quedé pasmada unos segundos y ella señaló hacia la herida de mi brazo. La cubrí ligeramente, pero ella se rió y me mostró una cicatriz que ella tenía también en su brazo izquierdo. Por el relieve de su piel, parecía tener unos símbolos como runas grabados de forma similar a mis heridas.

 

—Increíble como esa gente regresa a su casa y con llorarle al nombre de Rizienella piensan que son intocables —ella miró hacia la puerta con asco—. Mi nombre es Inde. ¿Y el tuyo?

—An... ¡Cris! —Estuve a punto de olvidarme de que había acordado durante el trayecto que utilizaría ese nombre para evitar llamar la atención. Thukker creía que mucha gente relacionada con Mortinella podría conocer mi nombre real.

—Imagino que tuviste que irte de casa por esa herida. No eres la única —ella me guiñó el ojo—. Las rebeldes como nosotras tenemos que permanecer unidas.

 

Sonreí aliviada. Nos quedamos en los baños un rato más, hablando mientras terminábamos con nuestro baño. Inde era, como yo, otra apestada en el lugar del que venía. Se había negado a casarse con un hombre mucho mayor que ella y había tenido que huir después de que él la marcara. Sus propios padres habían renegado de ella.

Yo le hablé de cómo me habían tratado en Revon siempre. Me resultó reconfortante compartir todo aquello con una marginada como yo. Ella era una persona fascinante, con las ideas claras y que me aseguró que jamás dejaría atrás su convicción. Nuestra corta pero intensa conversación me llevó a admirarla: Inde era una mujer que había decidido ser libre, una mujer que había elegido su camino pese a todas las dificultades que habían puesto en su camino.

Regresé a la comuna con una enorme sonrisa en mi cara. Thukker aprovechó mi buen humor para desprestigiarme una vez más:

 

—Si vas con esa cara de estúpida, la gente intentará aprovecharse de ti.

—Hay gente mucho más agradable de lo que piensas en el mundo —respondí molesta—. Tal vez deberías aprender de ellos.

 

Él me dejó un libro en el regazo. Le miré con reproche, a lo que él respondió que, mientras él estuviese fuera, me dedicara a leer el libro. No me dio tiempo a decir nada al respecto antes de que él se marchara. Mientras esperaba a que volviera empecé a leer un poco a disgusto.

El libro parecía meramente instructivo. Hablaba de las clasificaciones que hacía una civilización antigua conocida como los “Alisios” de los más de cien tipos de vientos que diferenciaban por su fuerza, su surgimiento y otras características como su dirección o la época a la que estaban ligados.

También explicaba la existencia de un “calendario Alisio” que solían utilizar los pescadores, marineros y astrólogos para conocer las épocas de vientos “dóciles” y vientos “recios” en las que podían aprovecharse de la facilidad de utilizarlos en favor de su profesión. Aquello fue lo que más llamó mi atención. Conocía el calendario solar y Alvinne, en una ocasión, me había explicado cómo en su granja seguían el calendario lunar para trabajar la tierra.

Absorta en la lectura, apenas me di cuenta de cómo el tiempo pasó hasta que regresó Thukker y me arrebató el libro de nuevo. Con la ceja enarcada, se quedó mirándome como si hubiese hecho algo realmente malo.

 

—¿Qué? —Pregunté incómoda.

 

Él hojeó el libro unos segundos y después volvió a dirigir sus ojos hacia mí, con un gesto serio.

 

—¿Cómo se llama el viento que nace del oeste?

—Poniente —respondí extrañada.

—¿Qué oficios utilizan tradicionalmente el calendario Alisio?

—Em... los pescadores, los astrólogos y los marineros.

—¿Y el nombre del dios del viento? Responde, rápido.

—Ædavin.

 

Él continuó haciéndome preguntas acerca de lo que acababa de leer. Casi todas las respondí sin problemas. Sorprendente, al final de mi cuestionario, el misterioso Thukker de las montañas esbozó una inesperada sonrisa.

 

—Bien, lo has hecho bien.

 

Miré hacia los tragaluces, la única fuente de luz que había en toda la sala. Por ellos entraba una luz rojiza que reconocía como los últimos rayos de sol del día. Thukker sacó su mochila de debajo del cajón y me ofreció pan, queso, carne curada al sol y un vino especiado. No éramos los únicos que comían y bebían en la habitación. En toda la tarde, la habitación se había llenado con cientos de ocupantes en sus respectivos cajones. Algunos eran viajeros, como nosotros, pero otros eran locales que imaginé que no tendrían otro sitio al que acudir. Pero todos los que estaban se metían en sus asuntos para evitar que les echaran de la comuna.

Mientras comíamos, le hablé de lo que había pasado en los baños. Él parecía disgustado por mi falta de cuidado con mis cosas y me echó una bronca. Después le hablé de Inde y de cómo me había ayudado. Después de eso, él puso los ojos en blanco y bufó.

 

—Hazte un favor y ten más cuidado la próxima vez.

 

Puse mala cara. Casi había olvidado lo desagradable que podía llegar a ser.

Con la noche, la comuna quedó en un silencio casi absoluto. Solo se seguía oyendo ruido al fondo de la habitación que, por el tamaño de la misma, apenas era comprensible.

 

—Mañana tenemos un largo camino —anunció Thukker entre susurros.

 

Me irritó tanto oír sus palabras que me giré para darle la espalda, enfadada. El cajón era el lugar más incómodo en el  que me había acostado en la vida. Por lo cerrado que era, resultaba incluso más incómodo que dormir en el suelo. Agradecía que hubiese una sábana por encima de la caja de madera, porque me habría llenado de astillas.

Por la incomodidad y la tristeza que me asoló al recordar el giro tan brusco que había dado mi vida, tardé siglos en dormirme...

 

—¿Ri-Rizienella?

 

Inde estaba arrodillada en el suelo con una mirada aterrada. Frente a ella,  altiva y amenazante, Mortinella la miraba furiosa. Sus ojos brillaban intensamente y su risa congelaba el aire en el que se evanescía.

 

—¡Pero parecía una de los nuestros! ¡No lo sabía!

—Os advertí de su facilidad para engañar a los ojos de cualquiera que hablara con ella —Mortinella alzó su espada, preparándose para dar el golpe de gracia...

—¡No me mate! —Grito Inde—. ¡Ella duerme en la comuna del oeste! ¡Aún puede encontrarla!

 

Mortinella se detuvo de inmediato. Inde trató de escapar, pero con una estocada veloz la mujer demoníaca arremetió contra ella y su cuerpo sin vida cayó al suelo. Ella alzó la mirada para referirse a la gente que los rodeaba en un círculo, que la miraba con cautela pero al mismo tiempo con sonrisas crueles, divertidas por la situación.

 

—Acompañadme, mis seguidores. Alzaos, Aristhanatos. En la comuna del oeste duerme el némesis de nuestra libertad... ¡La destruiremos con el fuego purificador! ¡Encontrad a la chica y al traidor! ¡Recompensaré a quien me los entregue!

 

Desperté bañada en sudor, muy alterada. Me encontraba en el mismo lugar de Ástarmo en el que me fui a dormir, la enorme habitación abarrotada de gente. Muchos se habían despertado y me miraban con una enorme irritación. Thukker, en cambio, estaba frente a ellos, con una pose amenazante, protegiéndome al parecer.

 

—¡Estamos intentando dormir! —Gritaba una multitud furiosa—. ¡Hemos pagado por estar aquí! ¡Haz que se calle o le rebanamos la cabeza!

 

Miré hacia ellos aterrada y después me puse en pie sobre el cajón. La gente recibió mi gesto con insultos y tuve que gritar para que mi voz se escuchara por encima de la suya.

 

—¡Escuchad! ¡Mortinella se dirige hacia aquí! ¡Va a quemar la comuna, tenemos que huir!

 

Todos se quedaron unos segundos mirando hacia nosotros y, de inmediato, restallaron en una sonora carcajada. Thukker se llevó la mano a la frente, acalorado por la reacción. Yo los miré con desesperación, pero ellos comenzaron a lanzarme cosas.

 

—¡Loca! —Gritaban—. ¡Muérete, lunática!

—¡Nos vamos! —Exclamó Thukker ayudándome a bajar—. ¡Lamentamos lo ocurrido!

—¡No! ¡Espera! —Chillé—. ¡Tenéis que huir! ¡Mortinella os matará a todos!

 

Thukker recogió nuestras cosas y tiró de mí para llevarme de la habitación. Yo continué intentando que la gente me escuchara, pero solo recibí insultos, risas y aplausos a medida que salíamos de la comuna. En la entrada, el dueño nos dedicó una mirada reprobatoria que acompañó con un “no volváis jamás por aquí”. Thukker volvió a disculparse y tiró de mí hasta sacarme de la comuna. Yo traté de entrar de nuevo, pero él tiró mis cosas contra mí:

 

—¡Ponte las botas y la mochila! ¡Tu broma nos ha costado toda una noche de descanso!

—¡Thukker, no lo entiendes! —Chillé.

—¡Eres tú quien no lo entiende! ¡Ponte las cosas y tira!

 

Miré con los ojos llorosos hacia mis botas y mi mochila, después volví a dirigirme a Thukker. Mi cuerpo temblaba descontroladamente.

 

—¡Tenemos que hacer algo! —Sollocé. Él suspiró con pesadez.

—Sí, lo que tenemos que hacer es irnos de inmediato. Ya me han echado de la comuna por tu culpa, no nos metas en más problemas o podríamos terminar la noche en una celda. ¿Estamos?

 

Obedecí, llorando. Él esperó hasta que terminé de arreglarme y después nos marchamos. En medio de la noche, esquivamos la luz de los faroles que llevaban los vigilantes nocturnos mientras hacían sus rondas. En la zona del oeste apenas había gente patrullando, pero conforme cruzábamos la ciudad, más vigilancia había.

Cuando al fin salimos de Ástarmo, Thukker se calmó bastante. Sus ojos seguían explorando nuestros alrededores con nerviosismo, aunque al menos ya no me mantenía agarrada ni tiraba de mí fuertemente para que le siguiera el ritmo. Aún tardó un buen rato en estar de humor como para hablar:

 

—Había oído hablar de tus pesadillas —murmuró—. He de admitirlo: jamás imaginé que serían tan... vívidas.

—¿Quién te habló de ellas?

—Tu padre lo hizo. Esos gritos... Desperté pensando que algún maníaco te estaba asesinando allí mismo.

 

Negué con la cabeza y continué andando, desviando la mirada, muy ofendida. Thukker dirigió su mirada hacia mí de vez en cuando, intentando continuar la conversación, pero tardó bastante en continuarla.

 

—¿Sabes por qué las tienes? —Preguntó con inquietud.

—Ojalá lo supiera. Así tal vez sabría cómo evitarlas.

—Tal vez tus pesadillas estén relacionadas con tu poder oculto —respondió con un gesto pensativo—. Tiene sentido. Las primeras escuelas de los sueños fueron creadas por Rizienella.

—¿Y ahora de qué demonios estás hablando?

—Tan solo es una teoría, pero puede ser que el poder de Rizienella, aquel que nadie más conoce, ya resida dentro de ti. De ser así, estaría relacionado de algún modo con tus pesadillas.

—¿Nadie más lo conoce?

—No realmente. Así como sabemos que el poder de Mortinella es telequinético, o que Lunaria y yo compartimos un poder en cierto modo similar y que Ierosaeth tiene el poder de comunicarse con aquellos que residen en otras dimensiones... de Rizienella no se conoce nada acerca de sus poderes. Nadie lo sabe.

—¿Cómo es posible?

—Las anteriores Rizienella eran muy cautas. Apenas se sabía de ellas más de lo que los antiguos Ierosaeth decían. Crecían en el más cuidadoso secreto y eso alimentaba su leyenda pero, cada vez que una Rizienella moría, su descendiente ya estaba muy lejos, escondida donde nadie jamás sabría de su existencia hasta que ella misma decidiera alzarse.

—Bueno, mucho no cambió entonces— repliqué profundamente resentida—. Era un secreto tan bien guardado que yo misma no lo sabía.

—Pero tú tienes que saberlo. Por lo menos, tienes que notarlo. ¿Tus pesadillas son especiales, Andrea? ¿Qué es lo que ves en ellas?

 

Retrocedí y negué con la cabeza de inmediato, sintiendo una fuerte aversión hacia mi acompañante. Solo podía pensar en cómo me sacó a la fuerza de la comuna, en cómo en lugar de respaldarme alimentó que los demás no me creyeran, en su rechazo... en cómo sus ojos me habían mirado como si estuviera loca. Hasta aquel momento, Thukker había sido una compañía que no me resultaba del todo grata, pero con su reacción había logrado que lo aborreciera.

Fruncí el ceño y le miré a los ojos, con una actitud llena de desconfianza y de rabia. Él se sorprendió y me habló con un tono enojado.

 

—¿No me lo quieres decir?

—Métete en tus asuntos —respondí en voz baja, imitando su constante actitud desafiante.

 

Él entrecerró sus ojos y después negó con la cabeza, desviando la mirada.

 

—Está bien —contestó apartándose de mí—. Solo recuerda esto: no somos tan diferentes. Yo podría ayudarte y si te dejas dominar por ello podrías volverte loca de verdad.

—Tú no tienes ni idea.

—Tienes razón: no sé absolutamente nada. Y tú tampoco, en realidad. Nadie te ha entrenado para esto, pero sé que el enorme poder de uno de los ángeles sin control ni cuidado podría acabar contigo con una agonía infinitamente superior a la que sufrirías si Mortinella te encontrase y decidiera torturarte hasta la muerte.

—Sí, sí. Lo que tú digas, Solerum.

 

Él se ofendió por mi respuesta y continuamos el camino en un incómodo silencio. En realidad, jamás lo admitiría, pero él tenía razón: yo no tenía ni la más remota idea de lo que era aquel poder. En muchas ocasiones, aquellas visiones eran el preludio de una fiebre alta y en realidad nunca las había visto tan útiles como lo habían sido las últimas semanas. Casi siempre había tratado de escapar de ellas, de aceptar que el destino me ponía en sobreaviso...

Pero había cambiado el destino una vez. Había logrado engañar al sino y que mi visión no pudiera cumplirse nunca... ¡y aquella noche habíamos logrado huir antes de que Mortinella nos encontrara! Nos había salvado la vida y no había recibido más que insultos.

Definitivamente, mi poder era útil: dos veces había burlado a la muerte, dos veces había salvado la vida de quienes eligieron seguirme. Pero si algo comprendí aquella noche fue que no todos estaban abiertos a escucharme...

Miré hacia Thukker, odiándolo profundamente. En la noche, él caminaba con mucha más cautela de lo que lo había hecho durante el día. Lo que yo no sabía era que aquella etapa sería mucho más dura y larga que la anterior. Aquella fue su venganza por negarme a desvelar mis secretos: una jornada el doble de larga.

Estaba segura de que si murmuraba tan solo una palabra o una queja por el cansancio, él acabaría burlándose de mí, por lo que me resigné a aguantar el camino en silencio, tratando de pensar lo menos posible en que llevábamos más de nueve leguas y él no parecía tener la intención de parar. Mis piernas dolían como si estuvieran llenas de agujas y alfileres clavándose por dentro de mi piel en cada uno de mis músculos.