10 - Identidad



Identidad

Mi hermano entró en el salón conmigo con una actitud detestable. Al sentarse, lo hizo violentamente, con los brazos cruzados. Era bastante posible que se hubiese hecho daño pero que no quisiera admitirlo.

Me senté frente a él. Todas las velas continuaban encendidas pero, incluso si no fuera así, esperaba que nuestra conversación pasara a la biblioteca que se ocultaba detrás de la estantería. Su mirada seguía clavada en mí. Mi hermano iba a ser un hueso duro de roer y, si sus ojos mostraban sus intenciones con claridad, él no me iba a dar cuartel mientras habláramos.

 

—Te escucho —su voz sonaba casi como un desafío.

—Estoy en peligro, Leo —anuncié a media voz. Su expresión pasó del reto a la confusión de inmediato.

—¿Cómo? —Su voz sonaba incrédula.

—¿Recuerdas la mujer que viste ayer? —Él asintió con la cabeza. Yo fruncí los labios y tragué saliva—. Es la misma mujer que entró en nuestra casa hace una semana. Esta tarde, en el bosque, me encontré con ella y trató de matarme.

 

Su mirada se alarmó y miró hacia mi brazo. Yo asentí con la cabeza. Él apretó los dientes y los puños, con una expresión de frustración y rabia.

 

—¡Maldita sea! —Rugió.

—¡Shhh! ¡Baja la voz!

 

Él resopló con impotencia y después volvió a mirar hacia mí; en esta ocasión noté que sus ojos se habían encharcado en lágrimas. Sin embargo, tragó saliva y agudizó su gesto de furia.

 

—¡¿Y dónde estaba Markus? ¿Dónde estaba ese caballerucho pomposo?!

—Nos habíamos separado —respondí.

—¡Bastardo! ¡Tenía que protegerte!

—¡No había nada que él pudiera hacer! —Repliqué enfadada—. ¡Esto es mucho más complicado que una mujer cualquiera eligiéndome a mí porque sí!

 

Él pareció confuso y se quedó mirándome con los ojos como platos y una expresión  desconcertada. “¿Qué quieres decir?” Preguntó con una voz temblorosa.

 

—Esto está relacionado con la última aventura de padre.

—¡De padre!

—Sí. De un tiempo a esta parte, Markus y yo hemos estado buscando las piezas del rompecabezas. En medio de nuestras averiguaciones, encontré el cuaderno de bitácora que utilizaron durante el viaje, y era como si él supiera que iba a morir desde el momento en el que salió de casa. No murió en ningún accidente: fue asesinado por esa misma mujer.

 

Su actitud cambió por completo y, reaccionando aterrado por mis palabras, se puso pálido. Mi hermano se encogió en el sitio y desvió la mirada hasta que, segundos después, comenzó a reírse con nerviosismo.

 

—¡Ja, ja! ¡Ja, ja, ja, ja, ja! —Sus carcajadas no sonaban divertidas, sino temerosas—. ¡Está bien, lo admito: me has asustado! ¡Ya puedes parar!

—Leo...

—Dejaré de molestar a Markus, si eso es lo que buscas. No tenéis que inventaros historias así, ¡esto es una broma de muy mal gusto!

 

Siendo completamente honesta, me ofendió ligeramente aquel comentario, viniendo de la mente detrás de todas las bromas pesadas que entre él y Alis me habían gastado. Por supuesto, piensa el ladrón que todos son de su condición…

 

—No es una broma, Leo —mi voz sonaba solemne, profunda y severa. Mi hermanito cambió su expresión: estaba frustrado.

—¿Te estás burlando de mí por lo que te conté ayer? ¿Es que te ha sorbido el cerebro ese imbécil?

 

Me puse en pie al escuchar su provocación y él se cubrió con los brazos, como si esperase el impacto de una bofetada. Negué con la cabeza y me aproximé a la estantería. Al apartarme de él, bajó los brazos y me miró extrañado.

Con toda mi fuerza, moví la pesada estantería sin ayuda. Al terminar, me giré para mirarlo de nuevo y lo vi estupefacto al descubrir la puerta que el mueble ocultaba.

 

—¿Cuánto tiempo lleva eso allí?

—Imagino que toda la vida —me encogí de hombros antes de abrir la puerta—. Vamos, ven.

 

Mi hermano se levantó de su asiento y se apresuró a llegar hasta la puerta. Allí, se quedó mirando hacia la escalera de piedra que bajaba y a las paredes bañadas en la luz que procedía de la biblioteca. Me quedé unos instantes aturdida. De nuevo, era como si los candelabros y las fuentes de luz de la habitación se hubiesen encendido por iniciativa propia.

Mi hermano, antes de que yo pudiera decir nada nuevo, se adentró en el pasadizo, mirando a su alrededor, asombrado, como si cada piedra y agujero del pasillo fueran un misterio asombroso. Al llegar al piso inferior, el chico se quedó de piedra, estupefacto, absorto en la visión que tenía frente a él.

Entré detrás de él. Al contrario de lo que había hecho Markus, mi hermano se quedó a la puerta, sobrecogido por la visión de la enorme biblioteca que se escondía bajo nuestra casa. Sus ojos brillaron con interés mientras repasaba toda la habitación, atónito. Pasé por delante de él y crucé hasta el escritorio que, en aquel momento, se encontraba sepultado bajo una montaña de códices que habíamos estado revisando entre Markus y yo. Él me siguió de cerca. 

 

—Todo esto era de padre —expliqué. Al llegar al escritorio, tomé uno de los libros y acaricié sus tapas de cuero oscuro—. Este lugar es parte de su legado… él buscaba algo cuando se fue. Hasta ahora, todo eran incógnitas, pero la que más me preocupa en este momento es saber si consiguió lo que buscaba.

—¡Menuda tontería! ¿Qué podría ser más importante que estar con su propia familia?

 

Sentí cómo su pregunta atravesaba mi pecho como un dardo y llenaba mi corazón de incertidumbre. Comprendía su enfado; en su lugar, yo habría reaccionado de forma muy parecida, pero mis sentimientos iban mucho más allá de un reproche por habernos abandonado. 

¿Qué podía ser tan importante como para sacrificar a su propia hija?

 

—¿Sabes qué? No tengo ni idea.

 

Mi hermano se acercó más a la mesa y cogió uno de los libros con una expresión demacrada por el miedo y la preocupación. Quise decir algo, pero él se me adelantó:

 

—¿Tú crees que estos libros tienen la respuesta?

—Casi todo son cuentos y leyendas… Aunque hay algunos documentos bibliográficos que me hacen dudar. Por lo menos, creo que padre tenía una fijación muy concreta hacia estos cinco nombres.

—Rizienella… Ierosaeth… Eh… ¿A ti te parece que estos libros son algo que encontrarías en un mercado?

 

Miré hacia mi hermano, sin entender a qué se refería hasta que percibí que casi todos los libros tenían un factor común: ya fuera por su aspecto antiguo, lujoso o por la escritura en diferentes lenguas, todos ellos compartían un rasgo de rareza. Incluso los volúmenes, enrollados pulcramente en las estanterías, los enormes códices corales de las estanterías que se acercaban a la puerta y los cuadernos más rupestres lucían tan diferentes a cualquier libro que hubiera pasado por mis manos que me sentí un poco estúpida al no haberme dado cuenta antes.

 

—Ahora que lo mencionas —al pensar en ello, me apresuré a recoger el sacro libro de Rizienella para mostrárselo—, Markus cree que algunos libros, como este, fueron comisiones de nobles.

—¿Markus ha estado aquí? —Mi hermano me miró con reproche antes de torcer el gesto y bufar exasperado—. ¿Para qué pregunto? ¡Por supuesto que ha estado aquí!

—Él me estaba ayudando a montar las piezas del rompecabezas —excusé, ruborizada—. Más importante, ¿por qué crees que es tan extraño que los libros sean difíciles de conseguir?

—¿No te preguntas qué hacen todos estos libros aquí? —Leonardo parecía incluso decepcionado por mi pregunta—. Porque yo no creo que todo lo que hay aquí venga del mismo sitio. Ni siquiera del mismo viaje…

 

Sus palabras me asaltaron con tanta fuerza que casi me dolió. No me había percatado hasta aquel momento de que la existencia de aquella colección no era arbitraria.

 

—Llevaba toda la vida buscando algo —comprendí—. Pero... la mayoría de estos escritos son cuentos. 

—Me da qué pensar… 

 

Mi hermano dejó el libro que tenía en la mano de nuevo en el escritorio y me miró con una expresión honesta.

 

—No me has traído aquí solo por esto, ¿verdad?

—¿Pero tú desde cuándo eres tan espabilado?

—Nunca he cambiado. Tú sí.

 

Él desvió la mirada un segundo para después devolvérmela con expresión suplicante.

 

—¡Llévame contigo!

—Leo —mi voz prácticamente se había disipado a causa de la sorpresa.

—Si padre dejó atrás todo esto, no puede haber pensado solo en ti. ¡Cualquiera de nosotros podría haber encontrado esta habitación! —Negué con la cabeza. Mi hermano enrojeció por el enfado—. ¡Te adelantaste tú! ¿Y qué? ¡Solo tuviste suerte!

—No es así. Me guié por mis sueños. Mi destino me llevó a conocer este lugar.

—¡No te des más importancia de la que tienes!

 

Negué con la cabeza, mi hermano entonces notó mi cambio de ánimo y dejó de hablar. Hasta aquel momento, había permanecido seria pero cercana, abierta a mi hermano, sin intentar separarlo de mí. Pero mi rostro se había corrompido con un rictus amargo y mis brazos se cruzaron, imponiendo una barrera entre nosotros. Le había contado demasiadas cosas, y aún no me sentía preparada para contarle el mayor de mis secretos.

 

—¿No entiendes que cabe la posibilidad de que corra la misma suerte que padre?

—¿Qué? No…

—Por el momento, si me quedo aquí, todos correremos peligro. Tú, madre y Lis también —me acerqué más a él y extendí mi brazo vendado—. Esta es la marca de mi destino. Es la herida del ataque de esa mujer.

—No puedes ir tú sola si es tan peligroso —susurró mi hermano después, volvió a fruncir el ceño y apretó los labios—. Oh. Ya entiendo. Markus otra vez.

—Ni siquiera voy a pedírselo —respondí—. No quiero ponerlo en peligro.

 

Mi hermano me miró pasmado y apretó los dientes.

 

—¡Pero qué dices, tonta! ¡No puedes irte sola! ¡Solo conseguirás que te mate!

 

Desvié la mirada con un gesto de flaqueza. Acto seguido negué con la cabeza.

 

—No voy a ponerlo en el compromiso de tener que elegir entre Revon y yo.

 

Mi hermano no dijo nada al respecto. Estaba callado, pero noté que no aceptaba mis formas. Si fuera totalmente sincera, mi mayor deseo era pedirle a Markus que me acompañara, aunque sabía que aquello era lo más egoísta que podía hacer en aquel momento.

Mi hermano y yo salimos de la habitación no mucho más tarde. Después de cerrar la puerta con la llave gastada en mi poder, se la entregué a mi hermano, quien me miró con un gesto confuso.

 

—Tendrás que custodiar este secreto cuando me vaya —dije—. Aún no estoy segura de querer compartirlo con madre y con Lis, pero si tú decides hacerlo, lo entenderé.

 

Mi hermano obvió mis palabras colgándosela del cuello, tal como había hecho yo, y después me miró con un gesto insolente.

 

—¿Cuándo te marchas?

—Esto… Aún no lo sé. No tengo preparado nada —admití avergonzada—. Pronto. Muy pronto.

—Si no vuelves, pienso quedarme tu clepsidra —anunció con sorna. Aquel comentario me hizo reír. Él se sonrió a sí mismo con satisfacción.

—Ve a la cama ahora. Mañana seguiré estando aquí, no desapareceré sin que te enteres.

 

Él se encogió de hombros y ocultó la enorme y decrépita llave entre sus ropas. Se despidió de mí con un abrazo, una inesperada pero agradable sorpresa que llenó mi pecho de un calor extraño, similar al que había sentido al ver la renovada confianza de mi hermana pequeña en mí.

Sin mediar palabra, regresó a su cuarto. Mientras lo hacía, me entretuve moviendo la estantería de vuelta a su sitio. Era muy pesada, no estaba segura de que Leo pudiera moverla él solo, pero luego me di cuenta de que se trataba de mi hermano y de que encontraría el modo cuando quisiera acceder a la habitación.

Cuando yo regresé a mi cuarto, me dejé caer sobre mi cama, agotada. Me dolía todo el cuerpo, en especial el pecho, que me oprimía con fuerza, impidiéndome respirar con la facilidad de hacerlo involuntariamente.

En mi mente, comencé a escuchar el eco de la voz de Mortinella, su risa estrambótica y cortante, sus palabras viles y emponzoñadas:

 

Deberías estarme agradecida: yo maté al hombre que te condenó a morir.

 

Al dormirme, aún con la ropa puesta, no era consciente de la terrible marca que había grabado en mí Mortinella. No se trataba de la herida de mi brazo, ni siquiera de la marca demoníaca que había jurado sobre su propia sangre.

Desconocía lo profunda que había sido la herida y lo rápido que esta infectaría mi corazón.

* * * * *

Oí la voz de mi madre, distante, familiar, pero con un matiz más juvenil del que reconocía hoy en día.

 

—¿Puedo contarte algo, querida amiga?

—Claro —la voz de Katherine, sin embargo, sonaba exactamente igual.

—Antes de que nos fuéramos de Norgles, la princesa Adesvin me hizo llamar a su corte. Como soy sastre, quería que me uniera a ella para trabajar en sus vestidos. ¿Alguna vez has estado en su palacio?

—No he tenido la ocasión, no.

—Pues, lo creas o no, tiene un mural enorme en el que aparecen todos los príncipes… ¡hasta Aster, del antiguo Suntmaris! Estaba pensando que, si quisieras, podríamos ir juntas a verlo algún día…

* * * * *

Fui consciente de estar despierta, pero no abrí los ojos.

Tenía en mí la esperanza de que lo que había vivido el día anterior no fuera un sueño. Tenía miedo de abrir los ojos y no ver las vendas de mi brazo. Me aterraba la idea, porque aquello significaría que mi destino estaba sentenciado a cumplirse.

Abrí los ojos entre lágrimas. Con la luz del sol iluminando toda mi habitación, pude ver las vendas en mi brazo y sonreí con amargura. El ataque no había sido un sueño: ya había pasado y eso me calmó ligeramente.

Me incorporé sobre mi cama y me quedé mirando hacia mi ventana. Las contraventanas estaban abiertas de par en par, se me había olvidado cerrarlas la noche anterior. Aún estaba ligeramente adormecida, pero decidí ponerme en pie y cambiarme la ropa. El día anterior había sido tan largo que no me había cambiado y, de hecho, me dolía el costado al haberme dormido con el corsé puesto. Por eso elegí mi ropa para no tener que llevarlo. Era un vestido lila, holgado, con las mangas tan sueltas como el resto del vestido. Era la elección perfecta para aquel día, aunque pronto me pareció una mala idea. La holgadez del vestido podría complicarme la huida en caso de que Mortinella apareciera.

Antes de salir de mi habitación, cosí una cinta en la falda, por dentro del vestido, para poder atarla al cinturón y así dejarme más libertad de movimiento. Aquel recogido me hizo sentir mucho más segura, y una vez me lo puse sobre mis enaguas, salí de mi habitación.

Jamás había visto mi casa tan… rara. Aquel lugar tan sencillo y familiar, que siempre había sido un remanso de paz y de tranquilidad para mí, parecía mucho menos seguro. Me aterrorizaba que aquello pudiera afectar a mis hermanos y a mi madre, por eso estaba empeñada en que mi partida fuera inminente, pero al salir de mi habitación me inundó la nostalgia.

Bajé al piso inferior y me quedé mirando hacia la mesa de la cocina. No había nadie sentado, pero vi algunas de las herramientas de mi madre y unos retales sobre la mesa. Cabía la posibilidad de que mi madre se hubiese ido más temprano a la sastrería para trabajar en el último vestido de Margarita, por lo que subí a su habitación para comprobar que, en efecto, ella ya no estaba allí.

Oí la puerta de la habitación de mis hermanos y me giré para ver a mi hermana, vestida con su camisón, mirándome extrañada.

Me acerqué y me quedé en cuclillas frente a ella.

 

—Buenos días —susurró inocentemente.

—¿Has dormido bien? —Pregunté.

—Sí. Leo aún está durmiendo.

 

Me reí levemente. No acostumbrado a trasnochar, el tiempo que le había robado aquella noche de sus horas habituales de sueño lo habría dejado agotado.

 

—Deja que duerma un poco más —propuse.

 

Mi hermana se encogió de hombros. Le pasé la mano por la cabeza y la despeiné un poco más de lo que ya estaba. Ella suspiró. Parecía muy desanimada.

 

—Aún no me puedo creer que Margarita…

 

No terminó la frase, pero me conmovió su actitud. Me acerqué más a ella y rodeé con mis brazos su cuerpecito. Margarita podía no haber sido la persona a la que yo más apreciaba, pero mis hermanos habían tenido una gran relación con ella. Solía ser quien cuidaba de ellos cuando mi madre y yo no podíamos, a fin de cuentas.

La niña dejó que de sus ojos escaparan unas lágrimas silenciosas. Las lágrimas de cualquier persona pueden despertar la empatía de cualquiera, pero cuando es el llanto callado, tímido y mohíno de un niño, esa empatía se convierte en un dolor descomunal y una impotencia desgarradora.

 

—Andrea, ¿adónde va la gente cuando se muere?

 

Me quedé fría con aquella pregunta y me quedé en silencio. No estaba segura de qué contestar a ella. Al notar mi falta de respuesta, ella se apartó un poco, mirándome con tristeza.

Al tenerla frente a mí, señalé hacia su pecho, aún sin decir nada. Ella pareció confusa, por lo que sonreí con cordialidad.

 

—Se encuentran durmiendo, en los recuerdos de quienes los tienen presentes. Mientras recuerdes sus enseñanzas, lo que habéis vivido juntos, y mantengas viva su memoria, estarán contigo siempre.

—Tú nunca vas a irte, ¿verdad? Estarás con nosotros siempre…

 

Apreté los labios, frustrada, y suspiré. Ella se alarmó.

 

—Voy a tener que irme a un viaje en breve.

 

Ella hizo una mueca pero después sonrió de nuevo.

 

—Pero eso es bueno, ¿no? Tú siempre quisiste salir de Revon.

—Lissie, sé que he sido una hermana horrible. Todo este tiempo os he ocultado muchas, muchísimas cosas. Pero ya no quiero continuar por esa senda. Por una vez, quiero contarte cosas, decirte verdades.

 

Había dicho eso, pero no sabía cómo continuar. Ella esperó pacientemente y agachó la cabeza.

 

—Siempre has sido muy rara y puede que no siempre me hayas caído bien, pero eres nuestra hermana.

—Siento no haber pasado tiempo con vosotros.

—Estábamos bien —se rió—. Pero, si quieres cambiar las cosas… ¿Por qué te vas?

—Hay alguien persiguiéndome que quiere hacernos daño —ella me dedicó una mirada inquieta, por lo que le mostré el brazo y ella extendió su mano para acariciar las vendas—. Necesito encontrar respuestas. Tengo que saber qué buscaba padre, puede que así encuentre la forma de que la persona que me busca no haga daño a nadie más.

—¿Tú no quieres irte?

—No. Así no.

 

Ella agachó la cabeza y pareció preocupada. En realidad, mi intención de decirles la verdad, en aquel momento, sonaba a un capricho egoísta. No estaba sintiéndome mejor, solo estaba empeorando las cosas…

 

—¿Cuándo te irás? —Preguntó con una voz tenue y taciturna.

—Pronto…

 

Oímos la puerta de su habitación abrirse y mi hermano salió con una expresión ausente. Mi hermana se giró hacia él y, con una voz entrecortada, le habló.

 

—¡Leo! ¡Andrea se va a ir!

 

Él miró hacia nosotras con una expresión cansada y después desvió la mirada, como si aquello no fuera con él.

 

—¡Leo! —Insistió mi hermana.

 

Mi hermano golpeó la pared con su puño, indicando violentamente que estaba molesto. Me puse en pie y me dirigí a él con una pose autoritaria.

 

—¡Eh! ¡Suficiente!

—Perdón —respondió con un tono que no lo sentía en absoluto. Suspiré con rabia y me puse en pie.

—Mira, sé que no tiene nada que ver contigo. Todo lo que te pido es que no lo pagues con los demás, ¿quieres?

 

Mi hermano se encogió de hombros y bajó al piso inferior de un humor de perros. Volví a mirar a mi hermana.

 

—Voy a ir a la sastrería, ¿vale? Quiero ver si madre necesita ayuda. ¿Qué quieres hacer tú?

—Voy a quedarme aquí. Con Leo.

 

Asentí con la cabeza y me despedí con un “nos veremos luego” que hizo que se me revolvieran las tripas. Al salir, de camino hacia la sastrería, la suave brisa veraniega me sosegó un poco mientras me perdía en mis pensamientos. ¿Qué necesitaría para mi viaje? Un mapa estaría bien, y probablemente podría preguntar cómo conseguir uno la siguiente vez que hubiera mercado.

Mientras caminaba, pasé por la plaza de las lavanderas, donde no me percaté de las molestas miradas que se centraron en mí. La mayoría de mujeres de Revon estaban allí aquel día, lavando su ropa, hablando y cotilleando. Algunos hombres estaban en la parte externa del círculo, pero eran los que menos. Ignoré sus voces. Estaba acostumbrada, no podían hacerme daño…

De pronto, una mano me agarró del brazo derecho sin ningún cuidado y tiró de mi. Me giré, asustada, pensando que sería Mortinella pero, por suerte, solo era una revense más. La reconocía: era una chica un poco mayor que yo pero, a juzgar por su expresión y por cómo me dolía el brazo que estaba agarrando, estaba muy irritada.

 

—¡Oh! ¡Resulta que no está sorda! —Se rió con sorna.

—¿Vuelves a estar en tu mundo, loca? —Se burló otra de las chicas jóvenes, que al ver la situación, dejó sus tareas junto con un grupo pequeño y comenzó a acercarse a mí.

 

Miré detrás de ellas. Las mujeres mayores habían empezado a recoger sus cosas, todas al mismo tiempo, escapando de la situación, los hombres se marchaban con ellas. Nadie iba a ayudarme.

Intenté zafarme, enfadada, pero la chica me tenía bien sujeta.

 

—¿Qué? ¿Te vas tan pronto? —La voz de mi captora sonaba divertida y vacilona— ¿Por qué? ¿Acaso te espera el duque de Revon?

—Por supuesto, solo mírala  —otra de las chicas tiró de la tela de mi vestido, criticando obviamente la forma en la que había arreglado mi vestido para correr en caso de necesitarlo—: la muy guarra va enseñándolo todo.

—¿Eres su perra, Andrea? —Se burló otra de las chicas, todas se rieron, como si la mofa fuera lo más hilariante que habían hecho en su vida.

—Suéltame —gruñí con voz amenazante. Rodeada de nueve chicas, estaba segura de que no iba a servir de mucho, por lo que me revolví.

 

Otras dos chicas me agarraron también. Una de ellas se apartó de inmediato, escandalizada. Las demás asistentes la miraron sorprendidas, preguntándole qué pasaba.

 

—¡No lleva corsé! ¡No lleva corsé!

—Increíble —La primera chica que me agarró me dedicó una sonrisa maliciosa—. Eres más sucia de lo que aparentas. ¿Tal vez deberíamos lavarte?

 

Sin dudarlo un segundo más, le escupí a la cara. A lo que ella respondió golpeándome. Las chicas me rodearon, algunas para golpearme también, para tirarme del pelo, para escupirme… Y comenzaron a tirar de mí hacia el centro del pueblo, donde se encontraba el lavadero.

Empecé a asustarme entonces. No sabía si pretendían simplemente tirarme al agua o si tratarían de ahogarme. En aquel momento sí empecé a chillar para que me soltaran, o para que alguien me oyera y acudiera en mi defensa.

 

—Te vimos con él, a solas, por el bosque y en la sastrería.

 

Sentí como si se congelara el aire en mi garganta. Sus risas me aterraron más que nunca mientras comprendía que me habían visto con Markus.

 

—¡Y salir de tu casa en ropa interior!

—¿Y cuánto tiempo llevas recibiéndolo a altas horas de la noche?

—Te crees mejor que nadie, pero solo eres su perra.

—¡Sabemos bien lo que eres, sucia golfa!

 

Apreté los dientes. El lavadero estaba a pocos pasos de nosotras. En pocos segundos, sabría cuáles eran sus intenciones cuando, de repente, un grito por encima de sus voces, insultos y vejaciones me salvó.

 

—¡Viene la duquesa! ¡Viene la duquesa!

 

Las chicas se disolvieron y recogieron sus cosas con prisas para huir despavoridas. La misma chica que originalmente me agarró siguió manteniendo su mano aferrada con fuerza a mi muñeca. Con un rictus de asco y odio me tiró contra el suelo y, una vez allí, me escupió.

 

—No te olvides de cuál es tu sitio, escoria.

 

Y, acto seguido, se unió a sus compañeras en la huida. Me quedé en el suelo, demasiado asustada como para moverme, y lo siguiente que oí fue el sonido hueco de unos zapatos apresurándose hasta mí, y sentí unas manos suaves y cálidas ofreciéndome ayuda para levantarme.

 

—¿Estás bien? —Inquirió la voz imponente de Katherine Liarflam, con una entonación dulcificada que agradecí de verdad.

—Sí… Gracias.

 

Me incorporé. tenía la cara y el pelo llenos de polvo y escupitajos. Miré avergonzada hacia Katherine y, sintiendo la presión en mi pecho, me aparté para lavarme en el agua del lavadero. El agua tenía restos de jabón, pero agradecí ese pequeño detalle. La madre de los Liarflam se sentó en el borde del mismo, mirando hacia mí.

 

—¿Quiénes te han hecho esto?

 

No me atrevía a responder. No sabía qué haría si se enteraba de lo que había pasado, si descubría la cantidad de rumores que había sobre su hijo y sobre mí.

 

—Las demás chicas.

—Habré de castigarlas —comentó con su tono imperioso—. ¿Reconociste quiénes eran?

—No tiene importancia —respondí, terminando de lavarme y sentándome para mirar a la noble. Su aspecto, con aquella luz, era aún más grandioso que lo que había visto el día anterior.

 

Ella pareció comprender que yo quería evitar el tema.

 

—Se te ve en la mirada.

—¿Huh?

—He visto los ojos de cientos de personas en mi vida, pero solo he conocido una mirada como la tuya. Es una mirada que busca un rumbo y no un destino, una mirada que busca la libertad del camino y no el compromiso de la llegada.

—Ya. La diferencia es que él era respetado por todos.

—Yo no te estoy hablando de ningún “él”.

 

Miré extrañada a la duquesa de Revon. Hasta aquel momento, no había reparado en lo misteriosa que era su aura. Su mirada altiva tenía un brillo diferente al que tenían sus hijos, aunque no sabía bien decir el porqué.

 

—¿A qué se refiere? —No traté de ocultar mi intriga. Ella pareció satisfecha.

—No voy a darte la respuesta así como así. Sé de algo que te ayudará a hallar lo que buscas con mayor eficacia.

—¿El qué? —Mi pregunta hizo que Katherine alzara una ceja y sonriera levemente.

—Es un secreto. Puedo otorgártelo, pero antes de ello, tendré que comprobar que no queda el resquicio de una sola duda en ti.

—Entonces, Markus habló con usted de lo que ha ocurrido —comprendí. Mi voz sonó mucho más avergonzada de lo que pretendía.

—Tenía entendido que era tu deseo compartirlo.

 

Asentí con la cabeza. Sí lo era, pero no por ello me iba a resultar menos vergonzoso. No estaba acostumbrada a ocultar secretos tan grandes...

 

—He de continuar con mis tareas—Katherine se levantó con elegancia. Yo también lo hice, pero con mucha menos gracia que ella—. Previa a tu partida, esperaré una visita tuya. Y, por cierto, si cambias de opinión y decides denunciar a tus atacantes, estaré encantada de escucharte en cualquier momento.

 

Me despedí de Katherine con una reverencia que ella pareció ignorar por completo. Me sentí un poco desairada y tardé un poco más en salir de la plaza. Durante el camino hacia la sastrería, miraba hacia el resto de revenses con desconfianza. Algunos me miraban. No eran sus miradas habituales: sus ojos me juzgaban con firmeza y repulsión.

Me apresuré a la sastrería por miedo a sufrir otro ataque y, al llegar a ella, entré y recuperé el aliento. Mi madre se asomó desde la trastienda y me miró preocupada.

 

—¡Hija! —Al verme, cruzó la sastrería de tres zancadas y se aferró a mí con un abrazo—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué has venido corriendo?

—¡Tenías razón, mamá! —Me lamenté al borde de las lágrimas.

—¿Qué?

—Las demás chicas me han atacado y querían tirarme al lavadero —no pude contenerlo más y comencé a llorar descontroladamente—. Me han llamado sucia, y perra y...

 

Mi madre me estrechó entre sus brazos y se mantuvo así mientras yo lloraba y me desahogaba. Ella no dijo nada, pero podía sentir su calor rodeándome con su poderoso abrazo maternal.

 

—Desearía haberme equivocado —susurró cuando comencé a sosegarme un poco—. Revon es un pueblo muy pequeño, corto de mente y de entendimiento.

—Es peor de lo que pensaba —sollocé—. ¡Lo siento! ¡Debería haberte hecho caso! ¡Ha sido mi culpa!

—¡No, no, no! —mi madre sonó sorprendida—. Eso no es cierto. ¡Nunca lo ha sido! ¡Nada de esto es tu culpa! ¡Ellos...!

 

Mi madre forcejeó con sus palabras para poder expresar lo que realmente quería decir. Su voz quedó unos segundos silenciada por su propio pensamiento hasta que, al final, habló de nuevo:

 

—Lo siento, Andrea. En ningún momento quise hacerte creer que el rechazo podría ser en cualquier caso culpa tuya. Tú siempre has marcado tu rumbo sabiendo quién quieres ser, haciendo lo que quieres hacer... debes sentirte muy orgullosa de poder ser así.

 

Asentí con la cabeza, aunque era incapaz de comprender por qué me habían hecho eso a mí si yo no tenía nada que ver con ellas. Mi madre pasó su mano por mi espalda en un gesto de complicidad y se mantuvo allí: protegiéndome, calmándome y consolándome.

Incluso después de un rato seguí con una horrible sensación de presión en el pecho. Entré con mi madre en la trastienda, donde imaginé que habría estado trabajando en un vestido para su amiga Margarita, pero no fue así.

Ella estaba trabajando en otra cosa, con la seda de Elvinos que había comprado en Sidlo un tiempo atrás. Para mí, aquella era una situación muy rara: siempre habíamos aprovechado la tradición del último traje.

Si bien, recordaba que Margarita no tenía familia, por lo que era bastante improbable que aquel vestido nos reportara beneficio alguno, era extraño que mi madre no se hubiera dedicado a hacerlo corriendo ella con los gastos del vestido. Eran grandes amigas...

 

—Pensé que estarías trabajando en su último vestido —susurré—. Si tienes otros encargos, puedo ayudarte.

—Margarita no va a necesitar un último vestido —comentó. Aquello fue lo más raro que había oído en años.

—¿No? ¿Ya tenía un vestido reciente?

—No...

—¿Entonces?

—Ella venía de más allá de las montañas.

 

Cogí un taburete y me senté a su lado, admirándola con curiosidad mientras ella continuaba con su trabajo.

 

—Margarita vino a Revon tras la muerte de tu padre. Ella conoció a Alecsandros en su último viaje, les siguió cuando su grupo pasó por su ciudad y, al descubrirla, tu padre la recibió como a una más.

—¿No regresó a su casa?

—Cuando llegó a Revon, lo hizo sin nada. En su antigua ciudad había dejado a su familia, un porvenir y un lugar al que regresar. Pese a todo, siguió a su corazón y la trajo hasta aquí, conmigo, a un lugar nuevo donde no tenía nada.

 

Pude ver unas lágrimas escurrirse por su rostro. Ella se las secó con la muñeca.

 

—Lo que pocos saben es que no tener nada no te impide tener algo muy valioso que ofrecer —mi madre musitó.

—No lo sabía...

—Van a llevarla de vuelta, a entregársela a su familia —comentó, finalmente.

 

Apreté los puños, frustrada. Si tan solo mi estúpido orgullo no me hubiera cegado...

 

—Lo siento mucho —susurré.

 

Mi madre miró hacia mí con una de sus miradas examinadoras. Ella sonrió y se levantó para acercarse y darme un beso en la mejilla. Se paseó por la habitación hasta los rollos de seda de Elvinos, y yo también me puse en pie.

 

—Madre, hay... algo que quiero que sepas —ella se detuvo en seco. Me aterraba hablar, sabía que no era el mejor momento, pero estaba segura de que ese momento no iba a llegar nunca. Ya se lo había dicho a mis hermanos, tan solo quedaba ella.

 

Mi madre se giró para mirarme, expectante, y comencé a contarle todo lo que había pasado durante las últimas semanas, tal y como había hecho con Leo, mientras ella me escuchaba en silencio, con sus ojos azules pegados a mí, inmóvil como una estatua. Le oculté la información de la biblioteca, pero le expliqué lo que sabía, le conté lo que había pasado el día anterior en el bosque y, por último, mi voz tembló al preguntarle:

 

—¿Es verdad? ¿Soy yo Rizienella?

 

Mi madre apretó los labios levemente y su cuerpo volvió a moverse solo para asentir. Segundos más tarde, se cubrió la boca, conteniendo lo que supuse que sería un grito.

 

—Madre, pero... Tú odias las mentiras.

—Odio las mentiras, pero siempre te lo he ocultado —su voz se quebró—. Sí. Yo lo sabía...

—Padre me...

 

Apreté los dientes y los ojos. El dolor en mi pecho se intensificó y suspiré con rabia.

 

—¡Padre me condenó a morir! —Miré hacia mi madre con una mirada feroz, como jamás le había dedicado a la mujer que me dio la vida—. ¿Cómo puedes seguir defendiéndolo?

—Jamás perdoné a tu padre —ella alzó su cabeza, admitiéndolo abiertamente—. Y jamás lo haré. Y me maldigo una y mil veces por ser incapaz de odiarlo... Pero todas las mentiras y los secretos son justo lo contrario a lo que él quería.

—¿Qué quieres decir?

—Él esperaba que tú lo supieras. Pero eres mi hija, todo lo que yo quería era que crecieras feliz, segura y sin un peso tan grande sobre tus hombros. Ibas a crecer sin tu padre para guiar tus pasos, en este horrible lugar tan ciego y corto de miras...

—Madre...

—He cometido errores. Lo sé. Pero no me arrepiento —ella cruzó la sala y, con una mirada llena de la fuerza incalculable de una madre, sonrió—. Solo mírate: te has convertido tú sola en una chica maravillosa.

 

Sonreí tímidamente y sentí cómo mis ojos se inundaban de nuevo. No podía mirar sus ojos azules y culparla por nada.

 

—Solo hay una cosa por la que pido perdón —susurró—, y es haberle pedido a Lunaria que no tratara de contactar contigo.

—Lu... ¡Lunaria! —Miré a mi madre con los ojos como platos—. ¿Conoces a alguien con ese nombre?

—Ella era la maestra de tu padre. Tras su muerte, me ofreció llevarte con ella, pero lo rechacé.

 

Aquel nombre, no me cabía duda: era uno de los cinco nombres en torno a los cuales giraban la colección de mi padre. ¿Quería aquello decir que todos los nombres estaban, de una forma u otra, vinculados a él?

De todos ellos, cuatro tenían una conexión directa con él. Lunaria, su maestra; su hija Rizienella; el camino hacia el templo de Ierosaeth y, también, la persona que le dio muerte: Mortinella.

 

—Puede que ella tenga las respuestas que estoy buscando —pensé en voz alta—. ¿Dónde podría encontrarla?

— No lo sé. Llevo años sin verla.

 

Mi  madre alcanzó la silla y se sentó en ella. Parecía cansada y sonrió melancólicamente.

 

—Tal vez si te hubieras ido con ella nunca te habrías sentido desplazada —su voz acompañaba a su tristeza con un tono lúgubre—. Ella pertenece al mundo de tu padre, al mundo por el que tú siempre has sentido admiración. Pensándolo así, serías una gran hechicera como él y no una humilde sastre como yo.

 

Al oír que mi padre había sido un hechicero, mi mirada delató mi repentino interés, aunque traté de ocultarlo desviando la mirada.

 

—No podemos saberlo —respondí—. Sé que tuviste razón al hacer lo que hiciste. Querías protegerme... Sé que lo hiciste por mí.

 

Mi madre miró de nuevo hacia mí con una expresión desgastada y suspiró, sin ánimo.

 

—¿Qué harás ahora? Podríamos buscar otro lugar, uno en el que ella no nos encuentre. Empezaríamos de cero, pero lograríamos mantenernos y estarías a salvo.

—No. Tengo que irme, yo sola —respondí mientras pausaba para contener mi inquietud—. No sabemos si eso la detendrá, y mientras siga con vosotros estaréis en peligro. No quiero que Alis y Leonardo formen parte de esto.

—¡Tus hermanos! ¿Qué les vamos a decir? —Mi madre musitó con desesperación y se llevó las manos a la cabeza.

—Ya hablé con ellos. Les conté la verdad: me voy para seguir el camino que padre eligió para mí. No quiero vivir entre mentiras y medias verdades.

 

Ella me sonrió y se puso en pie de nuevo. Se dispuso a abrazarme cuando oímos la puerta de la sastrería. Por una vez, vi en su gesto fastidiado que aquello la había importunado y me dijo que esperara en la trastienda mientras ella salía. Obviamente, me acerqué a la puerta para curiosear con cautela.

 

—¿Markus? —Mi madre preguntó con severidad y desgana en el momento en el que salió y vio al joven de pelo blanco en la sastrería.

—En realidad no, pero todo el mundo nos confunde. Soy su hermano, Lopus.

—Oh... Perdón —ella miró al joven, embobada unos instantes—. Oh, cariño, lo siento mucho.

 

Pese a todo, la voz de mi madre no se había dulcificado en absoluto. Seguía sonando firme y dura, como cuando le saludó pensando que era su hermano.

 

—Sin problemas. Pasa todo el rato.

—¿Querías algo?

 

El otro joven miró hacia la trastienda y mis ojos se encontraron un segundo con los suyos. Retrocedí y me oculté mejor.

 

—Mi hija está indispuesta en este momento —continuó mi madre—. Lo lamento en el alma.

—Puedo traerle una manta, si la necesita.

 

Aquel comentario me hizo reír por lo bajo. Ya no veía la escena, pero podía escucharla perfectamente.

 

—¿Tal vez necesitas algo para tu hermana?

—No necesito nada —estaba segura de que aquella respuesta tan directa había sacado a mi madre de quicio, pero también de que no se le notaría en la cara.

—Asumo entonces que venías a verla.

—¿Puedo?

 

Se me escapó una risilla de nuevo. Antes de que mi madre dijera nada más, salí de la trastienda y aseguré que estaba bien. Mi madre le lanzó una última mirada de reproche al chico y después regresó a la trastienda, pasando su mano por mi hombro con suavidad.

 

—Hola —susurré un poco cohibida—. Perdón por no salir antes...

—Es igual. Markus nos lo ha contado todo.

—Sí —recordé la conversación que había tenido con su madre y agaché la mirada, azorada—. Entonces, sabes quién era ella. Sabes lo que es capaz de hacer.

—Sinceramente, no me interesa. No puedo aportar nada sobre el tema.

—¿Por qué has venido, entonces?

 

Él sacó algo que estaba envuelto en vendas ensangrentadas. Lo reconocí en seguida como la daga de Mortinella, la que utilizó para marcarme el brazo.

 

—Estoy bastante seguro de que esto es tuyo.

 

Asentí con la cabeza mientras lo recibía con las manos trémulas. Pensaba que se me encogería el corazón, asaltado por una fuerte ola de poder procedente del arma. La quietud y la normalidad con la que todo transcurrió después de recibirla me dejó un poco desubicada, pero me tranquilizó bastante.

 

—Pues mi hermano nos lo contó todo. Entonces... ¿sigues pensando en marcharte de Revon?

—Sí. Pero aún no sé cuándo.

 

Lopus se quedó callado unos segundos y después sonrió divertido y cambió su postura, pasando todo su peso a su pierna izquierda.

 

—Ashleigh y yo hemos estado hablando. Y como saqué el tallo más corto, me ha tocado venir a preguntarte si tienes alguna plaza vacante para dos compañeros de aventuras.

 

En el momento en el que me dijo aquellas palabras, pasé casi un segundo confusa, construyendo la frase en mi cabeza, dudando si había entendido bien.

 

—¿Vosotros...? Pero... ¡Si apenas nos conocemos!

—Verás, todo eso de Revon y de la jaula me hizo pensar. Ya ni cuento los años que llevo queriendo irme de aquí. Y vas tú y, de la noche a la mañana, te decides a tomar el paso que nunca di —su voz tenía una chispa de admiración—. ¿Sabes? Eres única. Tienes algo, no sé qué, pero creo que eras el empujoncito que necesitábamos para atrevernos.

 

El nudo en mi pecho se desplazó hasta mi garganta, impidiéndome hablar. Simplemente sonreí y asentí, con leves sollozos, luchando con todas mis fuerzas contra el llanto. Él se rió levemente.

 

—¿Somos un equipo, entonces? —Preguntó el joven.

—Parece que sí, ¿no?

—Je. Suena muy bien. Mañana hablaremos los tres juntos de lo que necesitamos para el viaje. Piensa en lo imprescindible. ¿Está bien si venimos aquí o prefieres que nos encontremos en tu casa?

—Mejor en mi casa —aseguré, mirando con el rabillo del ojo hacia la trastienda, donde mi madre se asomaba levemente, mirando hacia nosotros—. Nos vemos mañana...

—Hasta mañana —se despidió el hermano de Markus.

 

No terminó de salir por la puerta cuando mi madre volvió a la tienda y me alcanzó por la espalda, poniendo sus manos sobre mis hombros.

 

—No entiendo cómo pueden ser niños tan buenos con el padre que tuvieron.

—¿Estoy haciendo lo correcto? —Pregunté, preocupada—. Debería haberle convencido de que no viniera, ¿verdad?

—Estás siguiendo tu propio camino. Lo correcto en sí no existe, porque nuestro rumbo no va marcado únicamente por lo que nosotros hacemos.

 

Ella me rodeó para quedarse frente a mí y después abrazarme. Su abrazo me calmó y me reconfortó enormemente. Durante un rato largo, me empapé de su amor maternal, dejé que su dulce mimo me liberase de mis preocupaciones. Sabía que, al separarme de ella, estas seguirían ahí, pero mi madre también y ese era todo el consuelo que necesitaba.

Mi madre me ofreció quedarme en la sastrería hasta la tarde y regresar con ella a casa, pero rechacé su propuesta. Sabía que ya no podía demorar más tiempo el encuentro que llevaba evadiendo casi toda la mañana, por el que había tomado el camino más largo que pasaba por la plaza de las lavanderas en lugar del camino directo, que era el de la plaza del mercado.

Allí, tal como había prometido, estaba Markus, en la plaza vacía y sin puestos, sentado a la sombra del árbol en que nos habíamos conocido. Se encontraba en el suelo, abrazando sus piernas, con la mirada perdida en el horizonte. Junto a él había un enorme perro pardo, cuyo cuello, patas y hocico eran de un color mucho más claro.

El animal había levantado la cabeza tan pronto como di mi primer paso para entrar en la plaza y, cuando me acerqué un par de pasos más, se levantó para aproximarse a mí despreocupadamente. Markus alzó la mirada tan pronto como el animal abandonó su lado y miró hacia mí, con una expresión sorprendida.

Al llegar a mi lado, el enorme perro comenzó a olisquearme. Su trufa negra y afilada temblaba rápidamente mientras movía la cola de un lado para otro, abanicando apaciblemente con ella. Al ver su actitud amigable, me agaché para tratar de acariciar al animal, que me esquivó y se quedó a un par de metros de distancia, manteniendo sus ojos fijos en mí mientras se sentaba en el suelo.

Miré hacia Markus y vi que se estaba riendo. Al percatarse de mi atención, mantuvo una sonrisa en la boca y se levantó para acercarse a mí. Yo también me aproximé. El perro se levantó y siguió mis pasos, mirando hacia mi amigo.

 

—Parece que le gustas —el joven se agachó para recibir al animal con una caricia—. Esta preciosa es Shiver.

—¿Es vuestra? —Pregunté agachándome y extendiendo mi brazo hacia el animal, que me olió unos segundos antes de frotar su frente contra mi mano.

—Cuidamos de ella. Algo la atacó cuando era una cachorra. Mi madre la curó y se quedó con nosotros.

—Es una maravilla —aseguré mientras le rascaba detrás de las orejas.

 

Markus y yo nos quedamos en la plaza. Al principio, solo pendientes de la perra. Después de un rato largo, nos sentamos bajo el árbol, Shiver se echó a mi lado y continué acariciándola mientras Markus hablaba.

 

—Me lamento por mi conducta de los días pasados —se disculpó.

—No tiene importancia. Has tenido muchas cosas de las que preocuparte últimamente.

—Me he pasado toda la noche pensando —sonrió. En verdad, al mirarlo, tenía un aspecto debilitado y cansado, pero no estaba segura de si era por la falta de sueño o por su aspecto frágil de por sí—. Se me ocurrió la solución perfecta.

—¿Sí? —Pregunté extrañada.

—Podríamos llevarte con nosotros, ocultarte un tiempo bajo nuestra protección en Vetus Petram. Como duque, nadie sospechará si contrato más guardias...

 

Markus dejó de hablar al ver mi mirada sin ningún convencimiento. Después suspiró y desvió la mirada.

 

—Pensé que sería una buena idea —susurró.

—Ella sabe que hay un vínculo entre tu familia y la mía.

 

El joven duque desvió la mirada, dolido.

 

—Cuando nos conocimos, me preguntaste qué era lo que yo quería —recordó, volviendo a mirarme—. Yo no quiero que te vayas. ¿Es que es tanto pedir?

—Por favor, Markus —tuve que contener el dolor que surgió en mi pecho con sus palabras—, no me hagas esto...

 

El dolor nubló por completo mi mente. Se había vuelto una aguja en mi pecho, dejando un rastro punzante que se repetía sin cesar cada vez que le miraba a los ojos. Él estaba allí, delante de mí, inconsciente de todo lo que pasaba por mi mente en aquel momento, desconociendo lo que sentía cada vez que veía su sonrisa, o escuchaba su voz, o nuestros ojos se encontraban.

Nuestro encuentro en la vida había sido breve, esa verdad era cierta, pero había llegado a creer que estaríamos juntos siempre, unidos por los lazos de amistad que tan pronto nos habían enredado. Sabía que mis sentimientos jamás serían suficiente excusa para amarlo y, sin embargo, deseaba poder verle siempre como aquellas semanas, tener la inmensa suerte de poder estar a su lado como su amiga. Ni siquiera quería llorar, tan solo me sentía incompleta.

Era demasiado pedir que él me acompañara. Era el duque de Revon, aquel era su hogar, el lugar al que pertenecía. No había forma de que yo me quedara... ni tampoco iba a pedirle algo tan desconsiderado. Incluso si sus hermanos querían unirse a mi periplo, él jamás podría.

Markus era mi deseo perdido.

 

—Tiene sentido que me vaya —comenté, mirando hacia el frente, tratando de sonar optimista para calmar su miedo—. Nunca he pertenecido a este lugar. Le he fallado a Revon y te he fallado a ti.

—¡Nada de eso es verdad! —Markus alzó su voz por encima de su rango habitual, Shiver elevó la cabeza, alertada, al notar el cambio de Markus—. ¡Nunca has fallado a Revon! ¡Y nunca me has fallado a mí!

 

Él se tapó la cara con la mano izquierda y, tras una breve pausa, cerró la misma en un puño. Negando con la cabeza, con los ojos cerrados.

 

—Sé que tienes que irte. Sé que es lo que quieres —Shiver se levantó y cruzó al lado de Markus, quien la recibió quitando la mano de su cara, con caricias. Su expresión sufrida no cambió—. Revon nunca fue tu lugar. Si no has sido feliz aquí es porque Revon te ha fallado a ti.

 

Me mordí el labio, comprendiendo que mis palabras habían hecho daño. Tenía ganas de coserme la boca y de no volver a abrirla jamás.

 

—Si tuviera la elección, elegiría quedarme en Revon —aseguré—. Es donde estás tú.

 

Él dibujó en su rostro una sonrisa miserable y bajó la mirada.

 

—¿Está bien que te acompañe a tu casa? —Preguntó.

 

Por un segundo dudé, pero, por supuesto, pasé de inmediato a sonreír y asentir.

El camino a mi casa se me hizo largo, como si nuestros pasos no nos llevaran a ninguna parte. El tiempo era incierto, pero agradecía que fuera así: acostumbrada a que el tiempo fuera raudo cuando estaba a su lado, la lentitud de aquel momento me resultaba agridulce.

Si tan solo el tiempo se hubiera detenido. Si tan solo pudiese caminar a su lado durante el sintiempo.

Pero no: llegamos a mi casa. Y, sí: él regresó a la suya después, mientras yo me despedía tontamente de él y entraba en mi casa para encontrarme las miradas curiosas de mis hermanos.

También captó mi atención la puerta completamente descubierta detrás de la estantería. Era obvio que mi hermano no tardaría un día en mostrárselo a mi hermana. Tras saludarlos, me dispuse a cruzar el salón. Se me había ocurrido la idea de buscar un mapa en la biblioteca.

 

—Ese era Markus, ¿no? —Preguntó mi hermana, siguiéndome hasta el interior de la habitación secreta, como quien no quiere la cosa.

—Sí —respondí, desganada, y comencé a bajar las escaleras.

 

En el momento en el que bajé, suspiré y comencé a buscar, principalmente entre los volúmenes. Casi todos ellos eran documentos escritos en algún idioma antiguo. Alis parecía curiosa.

 

—¿Qué buscas?

—Un mapa. Me vendría bien, pero no tengo ninguno.

—¿Crees que podemos encontrar uno entre tantas cosas? —Alis miró a su alrededor con un gesto perezoso.

 

Tenía razón. Desordenar todas las estanterías sin ningún cuidado solo empeoraría las cosas. Si supiéramos de qué forma se organizaba todo, habría sido más fácil.

 

—Perdón —me reí, notando cómo mis ojos se inundaban—. No me he parado a pensar.

 

Dolía demasiado.

 

—Tal vez en la tienda de libros puedan conseguirte un mapa — pensó mi hermana—. ¿Markus no tiene uno? Puede llevarlo él.

 

Asentí con la cabeza y tragué mi dolor para mirar hacia mi hermana con una sonrisa. Aún tenía tiempo para encontrar un mapa. Ni siquiera había hablado aún con los hermanos de Markus para saber qué debíamos llevar. Me reí de mi propia estupidez. Cuando volvimos a salir al exterior de la casa, sentí con el extraño silencio que desconocía aquel lugar.

Oí la puerta de la entrada y me sobresalté. Mi hermano entró por ella. No me había percatado de que había salido. Entró y, sin decir nada más, cruzó hasta las escaleras y subió hacia su cuarto. Suspiré. No hacía falta mucho para darse cuenta de lo enfadado que estaba.