3 - Llave



Llave

Es la hora… Andrea.

La voz de mi padre resonaba, una y otra vez, en la misma premonición. Después de un par de noches, solo se veía la puerta detrás de la estantería desplazada, y se oían continuamente las mismas palabras. Es la hora, Andrea. Es la hora...

La puerta seguía allí, como pude comprobar cada mañana, al descubrir que la estantería se había movido por sí misma. Si no hubiera sido por mis constantes sueños, habría pensado que mi casa estaba embrujada... Pero el secreto que se escondía tras aquella puerta me daba demasiado miedo como para descubrirlo.

No fue hasta una semana después —cinco días después de descubrir que mi padre en realidad había sido asesinado, para ser más exactos— cuando me desperté y comprobé que por primera vez la estantería estaba en su sitio. Mi madre se había levantado antes de lo habitual, por lo que presumí que estaba preparándose para salir de Revon. Por supuesto, al verme despierta me saludó alegremente desde la cocina.

 

—Hola, madre —hice lo propio, acercándome a ella, y viendo que estaba preparando una cesta con comida, sentí curiosidad—, ¿vas a alguna parte?

—Tenemos que ir a Sidlo para conseguir telas nuevas. Hoy vienen mercaderes de otro reino y sabes bien que siempre traen materiales de primera calidad, ¿puedo contar contigo?

 

Me encogí de hombros. Aunque no me apetecía ir en absoluto, era necesario para la sastrería. Era mejor idea que hacer de niñera de mis hermanos, quienes sin duda se encargarían de hacer de aquel precioso día un retablo de pesadilla. Por otra parte, tal vez en aquellos puestos encontrase algo nuevo e interesante, pues siempre que venían mercaderes extranjeros traían cosas realmente curiosas de sus países.

Mi madre me pidió que esperara en casa mientras iba en busca de una de sus amigas para que se hiciera cargo de mis hermanos pequeños. Acepté, pero mientras me disponía a subir por las escaleras, el mismo sonido, la misma maldición de cada día al despertarme, retumbó por toda la casa de nuevo.

A carreras, me asomé a la puerta del salón, dudosa, y quedándome completamente patidifusa al ver el mueble desplazado de nuevo.

Todos y cada uno de los días de aquella semana, al levantarme y ver la estantería en aquella posición, la volvía a poner en su sitio y trataba de no volver a pensar en ella en todo el día, pero aquella vez el miedo ya no llegaba a hacerle sombra a mi impaciencia: solo estábamos yo y aquella puerta que se mostraba una y otra vez, pretendiendo mostrarme algo a mí y solo a mí.

Puse mi mano sobre la puerta que había permanecido oculta desde a saber qué tiempos. Me pregunté si mi madre lo sabría, e incluso si mi padre lo habría sabido. La puerta estaba fría, casi más que la piedra que la rodeaba, a pesar de ser de madera oscura. Estaba llena de telarañas, de polvo, de suciedad y desprendía un fuerte olor a cerrado que parecía salir desde el interior de lo que fuera que hubiera detrás de ella...

Una anilla situada debajo de una cerradura era la forma de tirar para abrirla. Estaba también llena de telarañas grises, y tras quitarlas con las manos desnudas, asqueada, tiré con fuerza de la anilla, pero no sirvió de nada.

Todos mis esfuerzos fueron en vano: tirar, empujar, tratar de moverla hacia los lados... Cuando por fin asumí que debía estar cerrada a cal y canto, me pregunté en qué lugar estaría la llave que abriera aquella cerradura. De todas las llaves que teníamos en nuestra casa, no había ninguna que no abriera algo. Ni siquiera estaba segura de si una misma llave podría abrir dos puertas diferentes, pero, ¿qué otra opción habría? Si no había una llave, aquella puerta no se abriría jamás.

Pero, si era imposible abrirla, ¿qué podía hacer? ¿Preguntarle a mi madre? No... Era obvio que aquella voz —la voz que se correspondía a la de mi padre— quería que fuera yo la única que viera aquello, ya que aquel día la puerta no se había mostrado hasta que mi madre había abandonado la casa...

Regresé la estantería a su sitio muy decepcionada. Para cuando mi madre regresó a casa con la que iba a ser la niñera de mis hermanos, yo ya me había ataviado con el mismo vestido verde que había llevado el día en el que me encontré con Markus por primera vez. Era tan liviano que resultaba muy cómodo para andar por los caminos que llevaban a Sidlo.

Al entrar, la amiga de mi madre —una mujer de su edad, llamada Margarita, excesivamente delgada y con apariencia enferma y lánguida— se acercó a mí y comenzó a sonreír nerviosa, mientras me decía que estaba muy guapa, que había crecido mucho y todas esas cosas que a veces se dicen en una conversación trivial. Yo en respuesta me encogía de hombros. Sus piropos, como siempre, parecían palabras dichas al azar o por cumplir, no una opinión sincera.

 

—Voy a terminar de prepararme— anuncié mientras trataba de evitar aquel momento incómodo regresando provisionalmente a mi habitación. Mi madre me pidió que no tardase, pese a que, realmente, lo único que tenía que hacer era ponerme el cinturón para poder colocar mi bolsita de dinero, aún si sabía que lo más probable era que no acabara utilizándola.

 

Al bajar, en el salón comencé a oír el murmullo de mi madre hablando con la señorita Margarita.

 

—No digo que sea una mala chica. Pero ¿nunca has pensado en mandarla con los amigos de Alecs?

—Andrea solo es una niña —replicó mi madre, a juzgar por su voz, pretendía bromear, pero se le notaba un tono molesto en su respuesta—. Y no necesita sentirse aún más extraña de lo que ya se ha sentido en Revon.

—Trata de comprenderlo, Cris: si se queda aquí, podría suponer que, en cualquier momento, alguien venga a por ella y arrase con todo a su paso. Ellos ya cuidaron de Alecs y estaría bien…

—Tú jamás lo entenderías —en esta ocasión, la voz de mi madre no ocultaba en absoluto su enfado—.  Nunca has tenido hijos.

—Es cierto, no soy madre, pero no puedes negar lo inevitable: desde el momento en el que la hija de los Gartene se fue, Revon no es un lugar seguro para Andrea.

 

Apreté los dientes y me aparté levemente antes de entrar en el salón, donde ellas se encontraban. Al verme, mi madre se levantó y le pidió a Margarita que se encargara de mis hermanos en nuestra ausencia con tono serio. Yo miré hacia ellas inocentemente, aunque mentiría si dijera que mi cabeza no seguía repitiendo una y otra vez su conversación en bucle.

No la juzgaba. No podía hacerlo con todas las personas que me rodeaban y esperar no convertirme en una paranoica. Sabía que la gente decía muchas cosas de mí a mis espaldas, pero podía sobrevivir intentando mantenerme lo más alejada de aquellos cuchicheos y rumores que a los revenses tanto les gustaban.

Mi madre y yo salimos de Revon de inmediato, aunque en lugar de hacerlo por el bosque del norte del pueblo, a pocos pasos de nuestra casa, caminamos por todo Revon para salir por el suroeste, que llevaba a una pequeña llanura donde siempre se veían pastando algunos caballos… Tras ella, la frondosidad y la inmensidad del bosque y de la naturaleza volvían a cernirse sobre las montañas.

La belleza rodeaba a Revon por sus cuatro costados: había interminables bosques para pisar, pasear, conocer, esconderse y recorrer hasta olvidar lo que es un pueblo, una aldea o una villa. Había un largo camino hasta Sidlo, lo sabía, pero caminar hasta allí era casi mágico; inundarse de la pureza del ambiente y del aislamiento.

Sin cuchicheos, burlas ni insultos, solo árboles silenciosos y algún que otro animal silvestre otorgando una compañía mil veces más grata que aquella a la que estaba acostumbrada.

Por eso, el verde era el color de la buena suerte, porque realmente era una suerte enorme tener un lugar donde esconderse sin ser juzgado y sin tener miedo al rechazo.

Sin embargo, aquel día, la inmensidad del bosque no fue lo suficientemente grande como para evitar que pensara en la puerta secreta que dejaba atrás en casa. Estaba decidida a buscar todas y cada una de las llaves que hubiera dentro de mi casa y probarlas hasta que una de ellas abriera aquella puerta. Solo necesitaba disponer del suficiente tiempo como para que mi madre no me viera trasteando y así evitar sus preguntas. Tampoco podía dejar que mis hermanos me vieran: si había sido un secreto durante tanto tiempo, debía seguir manteniéndose como tal.

Pero quien más me preocupaba de todas las personas que pudieran descubrirme trasteando con aquella puerta era Markus. A él sí que no habría ningún modo de mentirle... No podía decirle que era una habitación que mi familia ocultaba, porque me preguntaría qué habría allí, a lo que no podría responder; y si tenía la intención de decirle la verdad y de confesarle que no sabía lo que había detrás, me haría, sin lugar a dudas, la pregunta más temida de todas cuantas pudiera hacerme.

"¿Cómo has descubierto su existencia?"

No era simplemente cambiar la posición de la estantería, era también saber que había algo detrás. Si hubiera sido una estantería con algún tipo de hueco entre el mueble y el suelo, podría haber respondido que la había descubierto mientras intentaba recoger algo que se me hubiera caído debajo del mueble, pero no era así. Tampoco podía explicarle que me había fijado en que la estantería estaba un poco separada de la pared, ya que la puerta estaba rendida dentro de la pared, y no tenía ningún saliente que sobrepasara sus bordes.

Tenía que evitar a toda costa aquella pregunta, al menos hasta que descubriera qué secretos se ocultaban detrás de ella, porque aún no me sentía preparada para explicarle a Markus nada relacionado con mis sueños.

 

—¿En qué piensas, Andrea? —Me preguntó mi madre mientras yo me mantenía entretenida dentro de mi propia cabeza—. Estás muy callada...

—Eh... Solo estaba contemplando la naturaleza —aseguré mientras desviaba la mirada para que ella no me asaltase con preguntas incómodas.

—Tú estás pensando en ese chico ¿a que sí?

—Madre, no me paso el día entero pensando en él.

 

Se rió. No me creía.

 

—¿Te trata bien?

 

Miré a mi madre extrañada. Hubiera esperado una afirmación pero, por su entonación, aquello era obviamente una pregunta.

 

—Él me escucha y me apoya.

—Yo también te escucho y te apoyo.

—Ya, madre, pero no es lo mismo. Desde que Vinny se fue, no he tenido a nadie a quien llamar amigo. Es agradable poder hablar con alguien así...

 

Me dedicó una sonrisa comprensiva y oteando nuestro alrededor con suspicacia y precaución, me habló en voz baja.

 

—¿Lo sabe?

—¿Hm?

—Lo de tus… pesadillas.

—No. Aún no.

—¿Se lo contarás?

—Puede que algún día, pero aún no…

—Yo creo que no deberías contárselo.. No sé si lo entenderá. A mí me costó mucho.

—Vinny lo entendió bastante bien. Solo le costó entender que no podía verlo absolutamente todo.

—Alvinne no te ha visto gritar en sueños como te he visto yo — me recordó ligeramente molesta—, ni despertar con esos dolores y esas fiebres que has tenido.

 

Me encogí de hombros. En aquel momento, no pude evitar preguntármelo; ¿Cómo reaccionaría Markus de enterarse? ¿Mantendría la calma y lo entendería, como pasó con Alvinne, o caería en la negación y la evasión como mi madre?  La tercera opción me dio un vuelco al corazón: ¿y si no lo entendía? ¿Y si me rechazaba? Lo perdería para siempre...

Llegamos a Sidlo al mediodía. Aquel era un pueblo situado justo en una de las faldas de la montaña central, un poco más alto que el valle en el que se encontraba Revon. Habitualmente era un pueblo bastante más pequeño que el nuestro, aunque los días de mercado grande se llenaba de gente que procedía de todas las montañas. Una o dos veces al mes venían mercaderes de otros reinos con importaciones únicas de sus naciones. El mercado de Sidlo solía ser más grande que el que tenía lugar en Revon debido a que se encontraba en el centro y solo era superado en tamaño con los mercados de Vetus Petram. El consorcio de mercaderes había organizado Sidlo como la principal cuna mercante del área.

Mi madre prefería recorrer en aquel momento todos los puestos, ya que era entonces cuando el mercado parecía estar en pleno apogeo. Me sugirió dar una vuelta por allí para verlo todo antes de irse a buscar a los vendedores de tela. En apenas una vuelta por los puestos, pude contar más de seis tiendas repletas de libros en varios idiomas, y con diferentes cubiertas que iban desde las más simples tapas de piel malamente curtida hasta la más maravillosa que había visto nunca: una cubierta de cuero blanco, ornamentada con oro y con numerosas piedras preciosas. Al verla, me quedé tan maravillada que traté de leer el título, sin comprender el alfabeto de aquellas letras de rubí escarlata, diferentes a cualquier letra que hubiese visto antes.

 

—Vaya —susurré pensando que aquel libro procedía de algún lugar muy lejano.

—Pequeña mujer, ¿ha visto el libro? —Preguntó el tendero con un acento curioso que no había oído nunca en mi vida—. No es vendible. El libro solo es una réplica.

—¿Una réplica?

—Sí, sí. Del sacro libro de Rizien —anunció mientras parecía extremadamente orgulloso, antes de acercarse un poco más y comenzar a susurrar con un aire misterioso—. El libro original, perdido en las guerras del imperio. El libro es buena copia, contiene la profecía y la historia escrita por Eldonira Rizienella…

—¿Quién es Rizienella? —Pregunté un poco cohibida.

—¿Qué? ¿Que quién es Rizi…? ¡Ah, humanos! ¡Adorables e ingenuos! ¡Tan perdidos en este mundo de magia!

 

Mi madre tiró de mí tan pronto como me vio allí parada hablando con aquel hombre. La miré mientras reprochaba pero ella se rió sonoramente.

 

—¿No ves que ese hombre solo intentaba estafarte? ¡Si ni siquiera lo entenderías!

—Decía que el libro no estaba en venta —expliqué mientras intentaba soltarme de su mano, aunque no estaba muy segura de que aquella fuera la mejor idea; el bullicio estaba haciendo que me sintiera un poco agobiada—. Solo quería hablarme de un mito o de algo así. No sé... Solo era un extranjero.

—Siempre acercándote a lo extraño y a lo desconocido, como si te fuera a traer algo mejor que lo que ya conoces. Dime, ¿para qué tendría en exposición un libro tan valioso si no es para venderlo?

 

Aquel razonamiento era cierto, pero en lugar de decir nada me encogí de hombros. Miré de soslayo al puesto de libros y vi al mismo hombre conversando con otro, antes de señalar en nuestra dirección, lo que me hizo sentir inmediatamente nerviosa.

 

—Mamá, el tendero está señalándonos —observé, aferrándome a su mano con desconfianza.

—No te preocupes, probablemente solo le estará diciendo que tú le ofreciste una buena cantidad por el libro o algo parecido. Son estrategias de ventas. Se las saben todas.

 

Mi madre era muy inteligente y difícil de engañar. Se la veía entusiasmada con el ambiente —en aquellos mercados grandes de Sidlo siempre solían tener un aire festivo: se oía música y barullo, incitando a bailar con los músicos y actores que desfilaban con disfraces. Había risas, diversión y jolgorio. Pronto me vi a mí misma fundiéndome entre ellos.

Y, después de haber recorrido todo el mercado, mi madre se quedó atrás para adquirir telas poco comunes, no sin antes ofrecerme mirar algunas para un vestido nuevo. Preferí continuar mirando libros aprovechando que ella estaba inspeccionando el género.

Tras dejar a mi madre negociando con los comerciantes, tuve una inmensa urgencia de regresar al puesto con aquel libro tan especial, sin embargo, en el momento en el que llegué hasta el lugar donde tenía que estar, todo lo que había era una tienda de quesos y carnes curadas que inundaba todo el área con un fuerte olor.

 

—Perdone. Por casualidad, no sabrá dónde está ahora la tienda de libros que estaba antes aquí.

 

Su cara no pareció entender muy bien a lo que me refería, y recordé que allí, justo aquel día, los mercaderes eran en su mayoría extranjeros, y podía ser que no fuera capaz de entenderme con él.

 

—Oh, disculpe, yo...

—¿De qué estás hablando? —farfulló con una voz un poco hosca, pero sin matices extravagantes ni acentos en su voz—. Llevo aquí desde la madrugada y no he visto ninguna tienda de libros.

—¿Qué? —Pregunté confusa. Estaba segura de que aquel era el lugar... Aunque tal vez con tantas tiendas, me había equivocado—. Oh, no importa, lo siento mucho. Creo que me he equivocado.

 

Me alejé un poco aturdida. Estaba segura de haber ido al sitio correcto. Decidí volver a recorrerme los puestos una vez más, pero no tuve éxito, por lo que me rendí y acabé paseando mientras miraba los tenderetes y curioseaba todas las baratijas y curiosidades en silencio, apartando aquel tomo tan maravilloso de mi mente.

Pero, mientras sacaba mi monedero para adquirir un diario con un candado que me parecía perfecto para ocultarlo de las instigadoras miradas de mis hermanos, alguien chocó conmigo y me caí, consiguiendo que todo el contenido de mi monedero cayera también y se esparciera por el suelo.

Miré hacia quien me había tirado a punto de replicar cuando me fijé en que era la misma persona que había visto hablando con el tendero misterioso en el momento en el que mi madre y yo nos fuimos. Llevaba una capa desmejorada y vieja y cubría su cabeza con la capucha, ocultando ligeramente su rostro entre una leve penumbra. Sus ojos eran tan fríos que parecían dos finos cuchillos de hielo: grises, claros e intrigantes.

 

—Ten más cuidado —bufó desairándome y largándose con viento fresco.

—No se preocupe —susurré molesta al levantarme—. Si estoy bien...

 

El tendero salió de inmediato y me ayudó a recuperar mi dinero, mientras yo maldecía en mi fuero interno a aquel bruto. Mientras recolectaba monedas, atisbé una llave un poco machacada y oxidada y me paré en seco. No la reconocía, no podía ser mía; era negra con algunas marcas de óxido anaranjado, y pensé que tal vez se le habría caído al hombre que se había chocado conmigo.

 

—¡Oh! Ese hombre ha debido perder esta llave...

—Vaya, qué infortunio —murmuró el tendero sorprendido.

—Muchas gracias por ayudarme a recoger las monedas, señor. Tengo que encontrarlo y devolvérsela cuanto antes.

—Oh, señorita, ¿ya no quiere el diario?

—¿Eh? Ah, sí... Es cierto —respondí mientras me apresuraba a sacar de nuevo las monedas del monedero y le pagaba—. Muchas gracias, de verdad, y discúlpeme.

 

Y con el diario aferrado contra mi pecho, comencé a recorrer todo el mercado de arriba a abajo una vez más. Aquella llave parecía ser importante y aquel hombre se había ido sin darse siquiera cuenta de que la había perdido...

Pero, de nuevo, mi búsqueda no dio ningún fruto, solo logré encontrarme con mi madre, que me anunció alegremente que tenía dos cajas con tejidos para llevar de vuelta a Revon, pero mi mirada fue bastante suplicante mientras le explicaba lo ocurrido.

 

—¿Y dices que no lo has encontrado?

—No...

—Bueno, cielo, seguro que ese hombre ha regresado a su casa. Esta llave está en muy malas condiciones, así que no creo que la utilice habitualmente.

—Pero, ¿qué puedo hacer con ella? Los mercaderes probablemente no volverán en mucho tiempo, y no conozco Sidlo lo suficiente como para llevarla a algún lugar en el que pueda recuperarla.

—A lo mejor él también era tendero, hija. Volverá el próximo mercado, te lo aseguro. Venga, no te preocupes más por eso, ¡tenemos que cargar las cajas de vuelta a casa!

 

Admiré la llave una vez más y la metí en mi monedero. Los vendedores de telas hablaban muy animados con mi madre y, cuando me uní, también lo hicieron conmigo. Eran dos hombres bien altos y con apariencia muy fornida, que en seguida preguntaron si yo era su hija y se presentaron con unos nombres que no había oído nunca y que al segundo siguiente de haberlos pronunciado ya se me habían olvidado. Mi madre fardó de mis avances en el oficio mientras ellos la escuchaban con interés y yo, con disimulo, metía el diario dentro de la cesta que había traído consigo antes de cargar una de las cajas.

Nos despedimos y ella agradeció a los mercaderes con una clase de reverencia, juntando los talones y bajando con sus rodillas, dejando su tronco erguido. Mi madre tenía mucha gracia y reconocía los saludos y formas de diversas tierras, cosa que me fascinaba.

Apenas hubimos salido de Sidlo, paramos en un claro a comer. Ella me ofreció uno de los emparedados que había preparado con una sonrisa, antes de preguntarme qué tal había estado el mercado.

 

—Bien —respondí con alegría—. Me encanta lo bien que conoces la cultura de los mercaderes.

—Es importante tener buena relación con tus proveedores.

—Por cierto, cuando nos separamos, busqué de nuevo la tienda con aquel libro tan bonito... ¿Y sabes qué? ¡Ya no estaba allí!

—Suena a que logró encasquetarle ese mamotreto a alguien y se fugó para evitar problemas. Hay muchos bribones así en este mundo.

—¿Sabes? Te parecerá raro pero... Creo que he oído ese nombre antes… Rizienella.

 

Mi madre se rió fuertemente y después negó con la cabeza.

 

—Es una leyenda antigua, la tradición de Rizien, pero muchos cuentos hablan sobre ella.

 

Cuando terminé mi comida, miré en el interior de las cajas donde mi madre tenía las nuevas telas. Tenían un tacto muy mimoso y suave. 

 

—Elige la que más te guste. Te haré un vestido nuevo.

 

Le sonreí y busqué entre las telas una de color azul. Mi madre siempre compraba telas nuevas con nuestros colores preferidos: el azul, que era el mío; el amarillo, de mi hermano Leo y el rosa, que era el favorito de mi hermana.

 

—Tendrás que aprender a relacionarte con los mercaderes antes de dar por terminado tu aprendizaje, mi vida. Me gustaría que, cuando la sastrería sea tuya, continuaras el oficio.

 

 Asentí con la cabeza, sin mucho entusiasmo. La presión de sus expectativas era apabullante: ella sabía bien que mis planes no incluían quedarme en Revon. Por otro lado, la vida que me había mostrado era digna y repleta de un empoderamiento sin igual. Sabía que, en el fondo, mi madre tan solo quería lo mejor para mí, pero yo deseaba más. Sabiendo que la sastrería permanecería en Revon, quería conocer cuales eran mis otras opciones.

Pasaba la media tarde cuando llegamos a Revon con nuestro cargamento. Por supuesto, acompañé a mi madre hasta la sastrería con la caja que yo llevaba. Ella parecía muy alegre en el momento en el que entramos, con sus nuevas telas venidas, según ella, de "muy, muy lejos".

Luego abrió las cajas y comprobó el género derrochando orgullo, antes de mirarme con una sonrisa y pedirme que me acercara para verlo con ella. Dentro de la primera caja, había dos rollos de tela y el resto del espacio estaba ocupado por encajes, hilos y diferentes adornos para trajes y vestidos.

 

—Me llevará un tiempo aprender a trabajar con ellas, pero son muy especiales, todas las que han traído. Normalmente para encontrar este tipo de tejidos debería viajar casi mil leguas...

—¿De dónde son? —Pregunté con curiosidad.

—Vienen de un reino llamado Elvinos.

 

Mi madre era una apasionada por su trabajo. Disfrutaba al coser, crear y diseñar nuevos trajes y la gente acudía a ella muy a menudo, ya que sabían que su talento era único. Aunque recibía todo tipo de encargos, con los que más disfrutaba era con los que podía sacar toda su creatividad —cosa que con los trajes de jornada era imposible— como ropas para festejos, para ocasiones especiales, para nosotros, sus hijos, y, por supuesto, para los duques.

 

—Bueno, vida. Tengo que hacer inventario y colocar la tienda antes de volver a casa. Sabes que odio llegar a primera hora y verlo todo desordenado.

—¿Necesitas ayuda? —Pregunté mientras abría con cuidado la segunda caja, que contenía cinco rollos de tela.

—Oh, no te preocupes. No creo que me lleve mucho tiempo reorganizarme, así que, ¿por qué no regresas a casa? Debes estar cansada.

 

Realmente, de lo único de lo que estaba cansada era del agobio del calor veraniego.

 

—Bueno, podría dar una vuelta. A estas horas, suele ser agradable pasear por las afueras...

—¡Bien dicho!

 

La cesta de mi madre estaba en el suelo al lado de las cajas, y yo me apresuré a recuperar mi nuevo diario de esta, para llevarlo a casa conmigo, sabiendo que muchas veces mi madre dejaba su cesta en la sastrería, pero en el momento en el que me dispuse a salir del local, una señora anciana entró, vistiendo de negro y llamando tanto mi atención como la de mi madre, quien en seguida se acercó ligeramente molesta.

 

—Discúlpeme, doña Erisia, la tienda está cerrada hoy —advertí, ligeramente importunada.

—¡Oh, por favor! —Exclamó la anciana entre llorosa y dolida, dirigiéndose, por supuesto, a la dueña de la tienda, ignorándome por completo—. ¡Es una emergencia! ¡Por favor, no puede ignorarme hoy!

 

Yo retrocedí un poco, aún con el diario en las manos, y miré a mi madre, quien apretó los labios con impaciencia.

 

—¿De qué se trata? —Preguntó, sonando encantadora. A mi madre se le daba muy bien actuar con diplomacia.

—¡Oh, Cris, mi pobre Claudio! ¡Se lo han llevado de mi lado, mi Claudio, mi Claudio! ¡Necesito un traje para su funeral, señorita Rodríguez! ¡Su último traje!

 

No mucha gente respetaba la elección de mi madre de cambiar el apellido por su apellido de soltera. Sin embargo, su paciencia para lidiar con esos casos era admirable. Conocíamos a aquella señora, doña Erisia, al igual que había conocido a su marido, don Claudio —lo difícil habría sido no haberlos conocido en un lugar como Revon—. Aquel hombre había sido educador en la escuela y llevaba desde poco antes del invierno muy enfermo. Su mujer no era una persona agradable: casi siempre que me veía murmuraba maldiciones varias y se alejaba caminando por donde había venido.

 

—Claro, sin problema —respondió mi madre en un susurro.

—Madre, no te preocupes, yo puedo encargarme del inventario antes de regresar a casa.

 

Mi madre no parecía especialmente alegre con aquella idea, pero tanto ella como yo sabíamos que aquellos "últimos trajes" que muchas personas pedían el día en el que moría un ser querido eran los trabajos que mayores beneficios daban, aunque no fueran los encargos más alegres ni los más gratificantes de hacer.

Así que ella se fue, acompañando a doña Erisia para tomarle las medidas al cadáver del anciano Claudio, mientras yo me dedicaba a sacar los rollos de tela para llevarlos a la trastienda y organizarlos allí. Antes de ponerme a trabajar, me quité el cinturón, pensando acertadamente que se podría enganchar con alguna tela y hacer un estropicio...

La trastienda era el lugar donde se guardaban las telas. Mi madre tenía allí organizado todo el género según el tipo de tejido que fuera en diversos estantes: desde la alpaca, a la izquierda de la puerta de entrada, hasta el vual, que estaba nada más entrar en la habitación, a mano derecha.

Ella había adquirido tres rollos de lo que leí como "seda de Elvinos". Teniendo aquel nombre, fui directa con los tres hasta el estante de la seda, los tres colores que había adquirido eran hermosos; un tono azul medio, un color verde pistacho y un crema suave. Al tocarlos, la tela me pareció, por absurdo que parezca, incluso más sedosa que las otras sedas, por lo que me hipnotizó levemente, y acabé pensando que ya sabía de qué tela iba a ser mi nuevo vestido.

Los otros rollos también eran increíblemente preciosos. Había comprado dos colores de terciopelo —un rollo granate y otro de color índigo— y de gasa vaporosa —uno rosado, el otro color uva—, que también tenían unas propiedades excepcionales.

En los hilos no me detuve tanto tiempo: la sastrería tenía un arcón grande con cinco cajones en la tienda, y estos estaban perfectamente organizados en los tres superiores: en el primero, estaban los más elásticos; en el segundo, los más fuertes; y en el tercero, los estéticos que mi madre utilizaba para bordar y para hacer adornos.

Dentro de los cajones, la organización era por tono y por matiz. No tardé mucho tiempo en organizarlos todos porque yo, al igual que mi madre, ya conocía la distribuición de los cajones. Los dos últimos eran los que guardaban los encajes y los adornos, y los organicé lo suficientemente rápido. Y al fin terminé.

Me apresuré a recoger mi cinturón, con el monedero nuevamente desenganchado. Me lo puse corriendo, pero al tenerlo en mis manos, sentí un breve escalofrío al sentir una forma que no era de una moneda dentro.

En efecto, me había olvidado por completo de la llave y en aquel momento estaba allí. La saqué con preocupación, pensando en qué podía hacer para devolverla, y al final, después de una larga deliberación, pensé que lo más acertado era no volver a olvidarme de que la tenía. Así, la próxima vez que fuéramos a Sidlo, podría buscar de nuevo al hombre que la había perdido.

Me aproximé de nuevo al arcón y una vez allí, abrí el último de los cajones y elegí una estrecha tira de cuero para hacer un colgante y así llevarla siempre conmigo. No cogí más de lo que necesitaba para hacer un colgante sencillo, pero lo suficientemente largo como para esconder la llave entre mis ropas. Tras hacer un nudo en el aro, la colgué de mi cuello y la escondí debajo incluso de mi ropa interior, para asegurarme así de que no tendría ningún relieve extraño. El metal estaba frío, pero casi era agradable sentir aquel contacto en mi piel aquel día de verano.

Me reincorporé y recuperé de nuevo mi monedero, pero antes de que pudiera engancharlo, alguien llamó a la puerta de la sastrería y yo me giré para quedar frente a la entrada. Terminé de engancharlo, por supuesto, no estaba del mejor humor sabiendo que mi madre estaba fuera ya para un pedido urgente y que probablemente tendría que lidiar con alguien que querría hablar con ella de inmediato, sin que yo fuera lo suficientemente buena para la clientela, montando un escándalo inconveniente y, por supuesto, sin tener en cuenta que aquel día estábamos cerrados.

Pero aquello a la gente le importaba más bien poco. Diez años de experiencia avalaban mi argumento.

Aunque para mi sorpresa, quien estaba a la puerta no era un cliente —o al menos no parecía uno—, sino Markus.

 

—¿Markus? —Sonreí con alegría.— ¿Qué estás haciendo aquí?

—Mientras paseaba, me encontré con tu madre. Mencionó que te encontrabas aquí.

—Ah, perdón —susurré un poco avergonzada—, ¿tal vez necesitabas algo?

—En absoluto. Tan solo deseaba verte.

—Acabo de terminar de organizar la tienda, pero no traje las llaves —admití sintiendo que me estaba poniendo roja como un tomate—. No puedo irme hasta que mi madre regrese.

—¿Estaría bien si te acompañase entretanto? No me gustaría molestarte o incomodarte, si es un mal momento…

—¡No, no! ¡Todo lo contrario: me alegra que estés aquí! —respondí mientras me tranquilizaba—. Estaba un poco nerviosa porque pensé que necesitarías algo. Y al parecer la gente de Revon prefiere cuando es mi madre quien les atiende.

—La gente de Revon me resulta harto incomprensible...

 

Dicho eso, me dedicó una sonrisa. Se la devolví y me apoyé en la pared a su lado. Se quedó en la puerta y ésta abierta de par en par. Compartimos una mirada cómplice y después me preguntó:

 

—¿Cómo te sientes?

—Mejor… Aunque hoy ha sido un día extraño. El mercado de Sidlo está lleno de gentes raras.

—¿Sí?

—Bueno, un mercader intentó venderme un libro bastante curioso, algo sobre una tal Graciella o algo así, no me acuerdo muy bien. Era extranjero. Luego un hombre se chocó conmigo y perdió una llave. ¿Cómo fue tu día?

—Lleno de tediosas obligaciones —respondió con un largo suspiro—. Por la mañana,  he vuelto a los estanques, parece que la cosa está mejorando, al menos, no ha habido peces muertos desde ayer. A mediodía, he revisado más de cincuenta acuerdos y contratos y he tenido que responder a la correspondencia de la familia… Por la tarde, preparar invitaciones para la ceremonia de pedida de mano de mi hermana, que se celebrará en otoño…

—Vaya —seguía sin tener la más remota idea del trabajo que desempeñaba Markus—. Y yo pensaba que aprender el oficio de sastrería era duro…

—Cada tarea tiene su complejidad, no desprestigies tu propio esfuerzo. Además, cuando hayas concluido tu aprendizaje, tendré a alguien de confianza a quien encargar las más exquisitas prendas.

 

Me asomé a la puerta y miré alrededor. La plaza estaba vacía. Sonreí con picardía y le miré a los ojos:

 

—¿Buscando un traje para el compromiso de su hermana? —Bromeé con espontaneidad antes de tomarle de la mano y tirar de él con suavidad hacia el interior—. Pase, le aseguramos que nuestra sastrería es la mejor de todo el reino.

 

Markus se dejó llevar hasta el centro del local y paró tan pronto como le solté. La puerta se cerró y la habitación quedó iluminada por la luz procedente del tragaluz central. Al comprender mi broma, se rió y continuó mi juego con un gesto pensativo.

 

—Los asistentes serán difíciles de sorprender. Deseo un traje de inolvidables cualidades —respondió—. Quedo en sus capaces manos.

 

Comprobé a Markus de arriba a abajo mientras tarareaba concentrada:

 

—Su tono de piel deslumbraría con una pieza superior en un satén beige y entallada en la cintura. Combinado con un pantalón y una chaqueta larga en tonos rojizos y con bordados dorados...

 

Negó con la cabeza y sonrió.

 

—Pese a tenerlo por mi color favorito, gustaría de ataviarme con un color diferente, si fuera posible.

—¿Otro color? ¿Tiene alguna preferencia?

—Verde como su vestido, tal vez.

 

Miré mi vestido. Era de un color verde muy claro, una tonalidad prácticamente pastel. Después miré a Markus y solté una leve risa.

 

—¡Este tono es demasiado claro como para ser el color principal de su traje! ¡No le favorecería en absoluto!

—¿No?

—Su piel es muy clara, pero se ve hermosa. Necesita resaltar su belleza con unos tonos más vivos para las piezas principales.

—Ah…

 

Markus se quedó en silencio mientras yo entraba en la trastienda y buscaba entre las telas las tonalidades verdes que sabía que mi madre guardaba, pues eran, según ella, las que más realzaban mis rasgos debido al color de mis ojos.

En el momento en el que elegí un tono verde intermedio, de gama más cálida, tomé una muestra y me dispuse a regresar a la habitación con Markus, pero él ya me esperaba apoyado en el marco de la puerta, admirándome en silencio.

 

—Lamento la tardanza —continué. Me acerqué y le mostré la pieza que llevaba en las manos—. ¿Qué le parece esta?

 

Contempló la muestra tomándola con delicadeza, notando su tacto. Después alzó la mirada y al encontrar sus ojos con los míos, se quedó absorto.

 

—Es el mismo tono de tus ojos —susurró, saliéndose por completo del personaje.

 

Sonreí y asentí con la cabeza. Volvió a mirar hacia la tela y se quedó como hipnotizado con ella. Después de unos segundos, le oí susurrar:

 

—Es perfecta…

 

Luego volvió a mirarme y sonrió con timidez.

 

—¿Podría quedármela? Ahora en verdad deseo un traje con esta tela.

—Te sentaría bien. Además, no es que quiera alardear, pero los trajes que hace mi madre son los mejores.

—Me gustaría, si no fuera mucha molestia, que fueras tú quien lo hiciera.

 

En aquel momento, no sabía si seguía bromeando o si estaba hablando en serio. En mi vida, apenas había hecho un par de encargos “mayores”, como trajes de funeral o de vísperas. Casi siempre ayudaba a mi madre con los encargos más sencillos, pero aquel era un traje para una ceremonia de compromiso. Eso me amedrentaba.

 

—¿Lo harías para mí?

—Eso es un encargo poco común.

—Podría ser una valiosa oportunidad para probar tu técnica… y cuando los invitados admiren tu creación, serás reconocida más allá de las montañas, más allá incluso de Vetus Petram…

—¿Más allá de las montañas? Pero… ¿cómo de grande será la ceremonia?

—Por el momento, solo hemos recibido noventa y seis confirmaciones de las partes más lejanas de Elementarya y Elvinos. Esperamos recibir más a lo largo del verano.

—¿Noventa y seis?

 

Me dije a mí misma que seguíamos jugando, que sus palabras eran una broma, pero entonces volvió a reír:

 

—Andrea, he tenido esta sensación en varias ocasiones, ¿es posible que no sepas quién soy?

—¿Ah?

—¿No reconoces, en absoluto, el nombre Liarflam?

—¿Tu nombre?

 

Me quedé en silencio mientras a mi mente regresaba el recuerdo de las lecciones en la escuela, cuando nos hablaron de la familia noble a cargo de las montañas. Liarflam era el apellido de los duques de las montañas. Tan pronto como caí en la cuenta, me quedé ojiplática y él sonrió con amargura, bajando la mirada.

 

—¡No! —Exclamé anonadada al plantearme lo que quería decir.

—Me lo había figurado. La naturalidad en tu trato, la sinceridad de tus sonrisas. Nunca había conocido a una sola persona que, al conocerme, viera a la persona que soy en vez del duque.

 

Markus me mostró una joya que guardaba entre sus ropas. Era una diadema de oro con numerosas filigranas y exquisitos detalles: una obra de orfebrería que se plegaba desde los laterales, con sus diminutas bisagras camufladas entre las guirnaldas que decoraban la pieza y que se juntaban en el centro. En el cruce de guirnaldas se elevaba el escudo sobre el que había tallados en bajorrelieve una serpiente y un conejo rodeando una brillante gema roja con las facetas de una talla marquesa.

 

—Desearía que nada cambiara entre nosotros. Pero entendería que, ahora que sabes la verdad sobre mí, no puedas evitar mirarme con otros ojos.

 

Le dediqué una mirada confusa. Había leído cientos de historias en las que los nobles aparecían con un papel antagonista, despótico y en ocasiones cruel. En aquel momento, no me vino a la cabeza una sola historia en la que fueran representados como cercanos y amables. Markus simplemente no encajaba para nada con esa idea.

 

—Tú… eres mi amigo.

—¿No estás enfadada? ¿No piensas lo peor de mí? Yo soy quien gobierna en esta tierra hacia la que no sientes pertenencia, ¿acaso no me odias por ello?

 

Sentí como si me hubiese caído un cubo de agua helada encima. De todas las personas a las que podía haberles dicho lo mismo, le había tenido que confiar lo desplazada que me sentía al duque de Revon… ¡Justamente a él!

 

—Tú no tienes la culpa de mi soledad.

—Yo no lo veo así…

 

En mi cabeza solo había sitio para una constante afrenta hacia mi propia persona. Mi vergüenza se apoderó de mis mejillas y sentí rabia contra mí misma.

 

—Eres el duque de Revon —susurré mientras intentaba calmarme—. ¿Y qué? Eso no te da el poder de controlar cómo la gente va a comportarse.

 

Se quedó pensativo, como si fuera a replicar.

 

—¿Me equivoco?

—En realidad, no, al menos desde un punto de vista convencional.

 

Tras decir esto, tomó mi mano y la enjauló entre las dos suyas. La intensidad de su mirada inundó la mía. Ante aquel contacto, continuó hablando:

 

—A veces me pasa eso: si me hubiera importado más en el momento justo, podría haber ahorrado tanto sufrimiento.

 —No te culpes. Me he sentido sola, es cierto, pero tú no podías hacer nada entonces. Incluso si ostentaras un poder tan grande como para cambiar algo tan imprevisible, tú te encontrabas en una situación incluso peor que la mía.

Dicho esto, sonrió tanto con sus labios como con su mirada. Con una voz cargada de emoción susurró agradeciéndome. Oí la puerta abrirse y miré hacia la entrada. Mi madre entró y tan pronto como percibió a Markus, hizo una mueca de desaprobación.

 

—Niños —su voz no sonaba realmente enfadada, pero arrastraba su voz con pesadez y cansancio—, sabéis que no deberíais quedaros solos así.

 

Markus me soltó la mano y se giró para mirar hacia ella también.

 

—Señora Vilar, lamento mi intromisión —respondió incómodo.

—Ya te dije que puedes llamarme Cris, Markus…

—Andrea no tiene ninguna culpa. No pude contener mi deseo de verla. Le ruego que no la castigue por mi falta de decoro.

—No estoy enfadada, aunque es cierto que me sorprende que ninguno de los dos fuerais lo suficientemente sensatos como para pensar que quedaros solos podría no ser la mejor idea.

 

Mi amigo se mantenía erguido, pero aquel comentario le había avergonzado.

 

—¿Por qué debería haber rumores? —Pregunté, restándole importancia al asunto—. Markus solo ha venido a encargar un traje. ¿No es un poco absurdo cotillear de algo así?

 

Mi madre se rió levemente. Incluso Markus pareció soltar una breve risa.

 

—No soy la más indicada para decírtelo, Andrea, pero será mejor para todos si los dos tenéis más cuidado. Es peligroso que la gente hable a vuestras espaldas. Sobre todo tú, Markus: deberías saber lo importante que es mantener una reputación.

 

Contemplé al duque, extrañada y después miré hacia mi madre escandalizada. No había caído hasta ahora, pero la forma con la que mi madre se dirigía a él no era en absoluto la que se habría esperado tener hacia un noble.

Pero Markus no estaba reaccionando. Era como si él se estuviera sometiendo a su palabra. Pese a no agachar la cabeza físicamente, el duque de Revon estaba agachando la cabeza al ser reprendido por mi madre: por una marginada dentro de nuestro pueblo.

Algo no me terminaba de encajar....

 

—Tened un poco de cabeza —continuó mamá, mirándome con severidad—. Los dos.

—¿Y qué más da que la gente hable? —Respondí molesta—. ¡Siempre lo han hecho! ¡Siempre lo harán! ¡Jamás te había importado hasta ahora!

—Lo que digan de mí no me importa en absoluto —su voz sonó culminante como nunca antes la había oído—, tan solo te pido que seas un poco cauta, Andrea. Incluso si solo son rumores sin fundamento, pueden llegar a haceros mucho daño.

 

Jamás había visto en mi madre una actitud similar, y la actitud pasiva de Markus no hacía más que aumentar mi alarma hacia lo bizarro de aquella situación. Finalmente, decidí no comenzar una discusión con mi madre y agaché la cabeza:

 

—Perdón. No volverá a ocurrir.

 

Mi madre sonrió complacida y después se acercó a una enorme estantería en busca de los patrones para comenzar el traje que le habían encargado.

 

—Tengo que terminar aquí antes de regresar a casa. Puede que llegue al toque de queda. Asegúrate de que tus hermanos no se quedan a esperarme.

—Sí, madre —contesté.

 

En el momento en el que salimos, tanto Markus como yo compartimos una mirada cómplice. Después sonreí y me reí suavemente.

 

—Lo siento —me disculpé, desviando la mirada—. Te he metido en problemas.

—En realidad, no es culpa tuya. Es cierto que debería haberme planteado la situación antes de dejarme llevar, pero lo estaba pasando tan bien que no podía pensar con claridad.

—Deberíamos —remarqué.

 

De nuevo, no había un alma en la plaza ni en las calles de Revon. Lo preferí así, no quería ver a nadie en el camino de vuelta. Mi amigo me acompañó, de todas formas, de vuelta hacia mi casa.

 

—Lo que no entiendo es que no te enfrentes a mi madre.

—¿Por qué?

—Quiero decir, eres el duque de Revon. Me resulta extraño que dejes que mi madre te dé el sermón como si fueras cualquier hijo de vecino.

—Es tu madre, solo busca tu beneficio, y además, es buena amiga de la mía. No me atrevería a llevarle la contraria, más aún sabiendo que tiene la razón.

—¿De verdad crees que tiene razón?

—¿No compartes mi opinión? —Respondió con otra pregunta. Después, comenzó a susurrar—. Si queremos descubrir la verdad, el secreto es nuestro mejor aliado.

 

Paramos unos segundos. Mi casa ya se vislumbraba en la distancia, pero en aquel momento, todo lo que nos rodeaba parecía haber quedado en otro plano de la existencia.

 

—Podemos descubrirlo —aseguró.

—¿Enserio? —Susurré—. ¿Alguien tan importante como tú haría algo así por alguien como yo?

—Eres mi amiga —respondió sin darle mucha importancia al resto—. Además, has despertado en mí una curiosidad que nunca antes había sentido…

 

Le respondí con una sonrisa agradecida.

 

—¿Sería posible que mañana nos viéramos de nuevo? —Solicitó al llegar a mi casa.

—Madre tendrá que trabajar toda la mañana de seguro. Por muchas razones, es muy importante hacer el último traje de un difunto lo antes posible. Especialmente en verano.

 

Markus pareció asqueado, pero después se rió al darse cuenta de que estaba bromeando. O semibromeando, más bien.

 

—¿Tú alguna vez has trabajado en uno?

—Ah, solo en una ocasión. Fue un encargo extraño, hace un año: tuve que ir hasta Miriatom y pidieron que lo hiciera yo en lugar de mi madre.

—Sí que es insólito. Si no me equivoco, el aprendiz suele actuar como un ayudante.

—Eso mismo pensé yo, pero creo que el difunto era un conocido de mi padre o algo. Probablemente querían darme la oportunidad de hacer un trabajo un poco más importante.

 

Abrí la puerta  del jardín y me apoyé en la baranda de madera.

 

—Supongo que no será la mejor idea que vaya a verte a la sastrería después de hoy —comentó mostrándose ligeramente desalentado.

—Probablemente por la tarde ya habré regresado a casa.

—Entonces trataré de realizar mis tareas más rápido.

—Hazlas bien —me reí—, toda la cordillera de Revon depende de ti.

—Te lo prometo.

 

Después de que Markus se marchara, volví a entrar en la casa. Al verme, Margarita se dispuso a irse, todavía no se oían las voces de mis hermanos —por lo general con ella no solían portarse mal— pero, antes de irse, se aseguró de acercarse a mí y hablarme con una sonrisa forzada.

 

—No sabía que te llevabas bien con el duque.

—¿Algún problema?

—No, solo... ten cuidado con él.

—Sé cuidarme yo solita —respondí con sorna—. No necesito que me cuide nadie. Ni siquiera los amigos de mi padre.

 

Al comprender que había escuchado su conversación de por la mañana, simplemente agachó la cabeza y se despidió en voz baja antes de irse. Cuando subí las escaleras, mis hermanos prácticamente me asaltaron para recibir la recompensa por su ayuda del día anterior. Al darles unas cuantas monedas, me di cuenta de que me había olvidado en la sastrería el diario que había adquirido en Sidlo.

Mientras me encargaba de que mis hermanos se preparasen para ir a dormir, me encontré la llave de su cuarto y una idea repentina cruzó mi cabeza. Con disimulo, comencé a buscar todas y cada una de las llaves de la casa en ese momento y a esconderlas lejos de la mirada de los diablillos que habitaban en la casa.

Cuando mi madre llegó, justo antes del toque de queda, mis hermanos ya llevaban un buen rato dormidos. Me saludó con cansancio y, por suerte, no continuó la discusión que habíamos tenido en la sastrería.

Me fui a la cama, pero me quedé despierta esperando a oír a mi madre acostarse también. En la oscuridad de la noche, me escapé a hurtadillas y bajé las escaleras hasta el salón de mi casa.