1 - Comienzo





Mi mundo podría no conocer el final de mi historia.

Esta es la primera realidad que tuve que encajar cuando acepté mi nombre, sin saber siquiera si era demasiado tarde para cambiar el rumbo del destino, ni tampoco si mi contribución podría alterar la historia de Zairon.

Pero antes de entender lo confusa, aterradora y solemne que era esa noción, creo que es oportuno que sepáis cuál fue 

Mi Comienzo.

Zairon es el nombre que tenía nuestro mundo desde mucho tiempo antes de mi nacimiento. Sabía que aquel nombre tenía algún significado específico en una lengua antigua que se había perdido y quedado en el olvido con el paso de los siglos, dejando tras ella solo algunas palabras y nombres de lugares. El de nuestro mundo era uno de ellos.

Se pronuncia tal y como se escribe. Hay quien dice que los ancestros de los elfos le habían otorgado el nombre, pero no estoy convencida de que eso sean más que rumores sin fundamento.

Etermost era el reino en el que se encontraba Revon, que era un pequeño pueblecito situado en el valle rodeado por la cordillera con el mismo nombre que, según las leyendas, antaño parecía una caballada al galope —de ahí venía el nombre, Revon: tierra de caballos, un paraíso equino donde se podían avistar también numerosos grupos de estas hermosas criaturas corriendo en libertad por la zona.

Había densos bosques en las faldas de las montañas, lo que lo hacía recóndito y en constante contacto con la naturaleza. Agradable y seguro; verde hasta donde alcanzaba la vista y tranquilo hasta haber llegado a olvidar lo que significaba el peligro. ¡Muchos ni siquiera sabían de la existencia de ese sitio!

En la región de Revon, la gente creía en el destino de forma supersticiosa. Desde caballos que te guían a tu sino hasta la creencia de la predestinación: ellos decían que en la vida había un día en el que una decisión marcaba todo lo que ocurriría después. La mayoría consideraban que ese día para ellos era el día de su casamiento o de su compromiso, probablemente fuera aquel sentido amoroso el que hacía que esa teoría fuera tan popular por la zona...

Para mí, si alguna vez tuviera que estar de acuerdo con esta idea, ese día habría pasado en el verano de mis dieciocho años: una tarde del séptimo mes de nuestro año, en la que la canícula casi infernal hacía que las gentes que habitaban en nuestro pequeño pueblo huyeran del esfuerzo y se refugiaran en sus casas o a la sombra de un árbol frondoso. Revon parecía mucho más inmóvil de lo que ya de por sí era, pues no había movimiento en las calles y paseos. Todo lo que había era calor y una sequedad absoluta.

Mi personalidad inquieta se estaba viendo torturada al verse condenada por el tedioso tiempo que pasé encerrada en casa. El agobio me privaba de leer, de disfrutar de una historia, o de cualquier actividad que me entretuviera. ¡Aquella quietud me estaba volviendo loca!

Aún aislada en mi cuarto, me encontraba refugiada con un suave frescor que hacía algo —no mucho— más llevadero el ardiente clima. Después de pensar largo y tendido en qué hacer, recordé que, si aún había valientes que hubieran sido tan osados de montar sus tenderetes en la plaza, en aquel día debería haber mercado.

De modo que, tras aflojar ligeramente el cerramiento de mi corsé, me atavié con unas enaguas de tela vaporosa. Con garbo, cubrí mi ropa interior con un vestido de color verde pálido, cuyos finos tirantes dejaban ver las mangas caídas de las enaguas y la piel de mis hombros y, aunque me sentía perezosa, me acerqué al espejo, peine de madera en mano, para acicalar mi oscura melena negra antes de salir de la casa al exterior. No esperaba gran cosa del mercado, tan solo que me ayudara a no quedarme parada mirando el empedrado del suelo, que era precioso, pero no tan interesante como para pasarme la vida entera estudiándolo.

Dudé un poco antes de salir de mi cuarto. El bochorno en el exterior iba a ser insoportable, pero solo tenía dos opciones: aguantarlo o esperar a que mis hermanos despertaran de su agradable siesta y empezaran a amargarme el día con sus estúpidas e inexplicables formas de jugar. Esos dos diablillos parecían disfrutar especialmente al verme perder los nervios practicando, por ejemplo, su entretenimiento preferido: el 'manzana-pie con la portería en la habitación de la hermana mayor.

Al bajar las escaleras, me encontré a mi madre midiendo unos patrones de glasilla con su cinta de sastre mientras sonreía y tarareaba animada en la cocina. Ella, mi hermana y yo éramos tres gotas de agua: de liso pelo azabache, con una proporción curvilínea y el rostro redondo y con facciones suaves. Yo también tenía los labios carnosos de mamá, pero mi hermana los tenía más finos, al igual que mi padre y mi hermano. El único rastro de la herencia física de mi padre en mí eran mis ojos verdes, del color de la hierba al principio del verano, antes de secarse por el calor y la falta de agua.

Mamá alzó la cabeza y me miró un segundo al percibir mi presencia allí. Sus ojos azules brillaron con intención al verme antes de hablarme:

 

—Hola, cariño, pensé que estarías echada. ¿Tenías pensado salir, Andrea?

—Sí —asentí sin mucha emoción mientras colgaba mi monedero en mi cinturón, acto que para ella no pasó desapercibido.

—¡Oh! ¿Vas a pasar por el mercado? ¿Podrías traer algo de pan?

—¿Otra vez Leo y Lis? —Pregunté acercándome a curiosear su trabajo.

—En un combate singular digno de una epopeya. No te importa, ¿verdad?

 

Negué con la cabeza, aunque ya se encontraba rebuscando en su monedero para sacar algunas monedas de cobre. No éramos precisamente nobles, ricos, ni pudientes, pero nunca nos había faltado nada gracias al trabajo duro de mi madre. Pese a ser mujer, ella trabajaba como sastre en una pequeña tienda en la plaza del pueblo. Hasta donde sabía, recibía trabajos de todo tipo: desde sencillos atuendos de jornada hasta hermosos vestidos para la nobleza. Su trabajo era exquisito y yo tenía la suerte de que ella hubiera confeccionado toda mi ropa. Yo, pese a haber sido su aprendiz desde mi niñez, aún quedaba embelesada al ver sus creaciones.

Al salir, suspiré desencantada. Nuestro jardín, habitualmente verde y rebosante de flores silvestres estaba repleto de hierba seca a causa de la sequía que estábamos sufriendo aquel año. Nuestro árbol joven permanecía frondoso e imponente, pero incluso sus hojas estaban ligeramente mustias y castigadas por el ardiente verano. No estaba muy segura de cuánto tiempo llevaba allí, pero sí de que mi padre no lo había llegado a conocer. Nuestra casa se erguía junto al bosque y hasta ella llegaba el empedrado del camino que llevaba por el paseo al centro del pueblo. Vivíamos en el distrito norte, como los demás artesanos.

Pensando en mis cosas, me topé de frente con cuatro de las chicas de mi edad. Centraron su atención en mí, sus sonrisas malévolas me resultaron ponzoñosas e hirientes. Susurraban. Estaba segura de que era algo acerca de mí. Se reían. Siempre lo hacían.

 

—Buenas tardes, Andrea —pronunció una de ellas con desprecio en el momento en el que pasé por su lado, las otras restallaron en una sonora carcajada. Desoyendo sus voces, las ignoré como a la mugre y seguí mi camino como si nada. No podían hacerme sentir insegura.

 

A mi madre y a mí habitualmente se nos hacían desprecios similares por la zona de las montañas. Siempre había asumido que aquel odio venía del hecho de tener una madre que se dedicaba a trabajar para sacar a su familia adelante, porque aquel era un pecado imperdonable. Mi único consuelo era saber que, por el momento, no la habían tomado también con mis hermanos.

Aunque no tuve más desencuentros en mi camino a la plaza del pueblo, sí pensé que había tenido mala suerte al encontrarme con aquel grupito. Ese día, el mercado estaba allí, pero vacío. Aún si no lo hubiera estado, el único puesto de libros que se mostraban al público habría seguido desierto.

Pero, para mi sorpresa, en el momento en el que me acerqué a comprar el pan para mi madre, en el casi deshabitado mercado de Revon había alguien, ni más ni menos que en aquel puesto de libros en el que nadie jamás se detenía siquiera a mirar. Oí su voz: esa persona estaba conversando con el tendero, preguntándole por su viaje hasta Revon.

Era la tonalidad propia de un hombre, tan inesperada y hermosa que embriagaba los sentidos con la misma textura que la caricia de la seda rozando la piel por primera vez.

Pensé en acercarme a curiosear, pues sentía un enorme interés: ver a alguien considerando la lectura era algo nuevo para mí. Para poder guardar el pan saqué de mi monedero una pequeña cesta plegable de tela y tras pagar al vendedor con las monedas que me había dado mi madre me escabullí disimuladamente para asomarme al puesto de libros. Por desgracia, en el momento en el que llegué, volvía a estar tan vacío como lo recordaba.

“Alégrate, Andrea” me animé a mí misma “haber coincidido con otro lector en Revon es como avistar un unicornio” y me reí para mis adentros en respuesta a mi ocurrente jocosidad, sintiéndome de nuevo desolada porque, en el fondo, sabía que no había llegado a verlo en realidad.

Siguiendo mi plan original, pasé al interior del tenderete. Reggie, el hombre detrás de las mesas repletas de libros me sonrió. Era una de las pocas personas que lo hacía, pero siempre había sido muy nervioso y eso hacía que su gesto nunca pareciera de sincera alegría, sino de incomodidad.

 

—Había oído que su madre estaba enferma —aprovechando que yo miraba los códices nuevos que había traído, comenzó una conversación.

—Se encuentra mucho mejor; le dieron una medicina muy buena, aunque le he pedido que repose unos días en casa para que no empeore con este calor tan bestia.

 

Entrando en la carpa del puesto de libros, el mismo hombre que había oído hablando antes con el mercader regresó con un tomo en la mano.

 

—Reginald, ¿sería posible que me consiguiera también…?

 

Levanté los ojos de los códices y lo vislumbré a contraluz: era un joven alto, deslumbrante y pálido de cabellos igual de blancos que su camisa impoluta. Su rostro no ocultó un gesto asombrado, el mismo que probablemente compartía yo en aquel momento, pero al instante, recuperó la compostura y continuó hablando con el tendero:

 

—Ehm… el manual de comerciantes de Etermost, Elvinos, Elementarya y Norgles.

 

Reconocí aquellos cuatro nombres de inmediato. Había leído acerca de ellos: eran los cuatro reinos del continente de Nevo. No estaba segura de lo que era un manual de comerciantes, pero a juzgar por la expresión de Reginald, no debía ser tan común.

 

—¡P-p-por supuesto, señor! ¡Estaré  en-c-can-cantado de encontrarle su libro!

 

Me reí por la nariz y bajé la mirada de vuelta a las tapas del que yo estaba sosteniendo entre mis manos, pensando en una forma de comenzar una conversación. Toda aquella situación, completamente nueva para mí, me hizo sentir ligeramente feliz, pero cuando volví a levantar la mirada, una vez más, el misterioso muchacho ya no estaba allí.

Lo más curioso de todo era que me resultaba, en cierto modo, familiar. A pesar de estar completamente segura de no haberlo conocido antes.

 

—...¿Se-señorita Rodríguez?

—¿Eh? —Exhalé de vuelta en el mundo real.

 

El vendedor parecía estar al borde de un síncope con su tartamudeo nervioso casi balbuceado.

 

—¿Se en-cu-cuentra bien? —me preguntó con debilidad.

—Oh, sí. Tal vez un poco cansada, no ha sido una semana fácil. Creo que me llevaré este mismo. Espero que esta vez Leo no me lo intente quitar antes de terminarlo.

 

Reggie asintió complacido en respuesta. A juzgar por sus reacciones, parecía demasiado alterado y me daba miedo que aquello afectase a su salud, porque él era el único que traía libros nuevos a Revon.

 

—Cuídese —le deseé preocupada al despedirme tras pagar.

 

Al salir, miré a mi alrededor, buscando al mismo joven que había irrumpido minutos atrás en la carpa de los libros. Cuando comprendí que ya no estaba allí, suspiré apesadumbrada metiendo el libro en la cesta de tela con el pan. Habría dado cualquier cosa por haber sido más rápida a la hora de hablar.

Pero tan solo unos segundos más tarde, lo vi apoyado contra el árbol del centro de la plaza, enfrascado en el libro que tenía entre sus manos como quien no quiere la cosa. Una vez más, me quedé mirando, y con la luz de la tarde, mucho más adecuada que la que distorsionaban las lonas del puesto de Reggie, lo vi con mucha más claridad. Me aproximé cautelosa, pero tan curiosa por saber quién era aquel muchacho que mi mente solo estaba centrada en él y en sus cabellos, completamente blancos y largos, que hacían ondulaciones hasta la parte media de su espalda como si estuvieran perfectamente esculpidos en una nieve blanca y pura.

 

—Em… ¿hola?

 

El joven se giró, sorprendido por mi saludo. Su tez era pálida como la madreperla. Y sus ojos, por debajo de sus pestañas largas y blancas, se centraron en los míos. Sus iris eran rojos y sus pupilas en vez de negras se veían púrpuras. Estar allí, frente a él, me hizo sentir una paz nostálgica.

 

—Ah. Eres la doncella de la tienda.

—Mi nombre es Andrea.

—¿Andrea? Primoroso. Y dime, Andrea, ¿compraste algo? —Me preguntó.

—¿Eh?

—En la tienda de libros.

—Oh... Sí —respondí sacando mi adquisición de la cesta. Sus ojos bajaron hacia mis manos con una expresión confusa mientras yo limpiaba la harina que había sobre sus cubiertas— "Nos vemos en el camino".

 

El pasmo con el que se quedó mirando hacia mí hacía evidente que mi respuesta había sido inesperada.

 

—¿Puedes leer? Desconocía que en la escuela se practicara la lectura.

—No, no —me reí entre dientes—. Aprendí en casa. Mis padres me enseñaron a leer cuando era pequeña. Creo que aquí la gente no parece tener mucho aprecio por la lectura.

—Me disculpo por mi acritud, no esperaba un sí por respuesta. Permíteme que me presente: soy Markus Liarflam.

—¡Encantada! —Me apresure a contestar con repentino nerviosismo.

 

Me encogí azorada. No era diestra en socializar con los demás, toda mi experiencia era similar a la que minutos atrás había tenido con aquellas chicas con las que me había topado mientras me dirigía a la plaza.

 

—No te había visto antes por aquí —admití tímidamente.

—Paso poco tiempo en Revon. Habitualmente, vivo en Vetus Petram.

 

Vetus Petram era la única ciudad situada al norte de la cordillera. Gran parte de la gente de mi edad acudía a ella para buscar un porvenir mejor que el que ofrecían el campo y el pueblo. Algunos de ellos habían regresado al no encontrarlo. Jamás había llegado a verla en persona, pero sabía que en aquella urbe se encontraba también el castillo del duque de las montañas porque mi madre había tenido que viajar por trabajo hasta allí en ocasiones. Nunca me había llevado consigo, siempre me repetía una y otra vez que, aunque la gran ciudad de las montañas tuviera el nombre, el encanto se lo llevaba nuestro pequeño pueblo.

 

—Pues bienvenido a Revon —le sonreí divertida.

—¿No te importuna mi presencia?

 

Enarqué una ceja, completamente perdida. Negué con la cabeza.

 

—La gente no suele sentirse cómoda cuando estoy cerca —clarificó ante mi confusión.

 

Tan pronto como mencionó eso, mi mirada se encendió con un ligero enfado. Igual que había ocurrido conmigo y con mi madre, habían optado por alienarlo a él también simplemente porque destacaba con su físico… Para los estúpidos revenses, lo diferente y destacable estaba maldito.

 

—No les hagas caso. Hay gente que puede llegar a ser un poco corta de miras. No hay nada de malo en ti, creo que, simplemente, no te entienden.

—¿Y no te parece extraño el verme solo?

—¿Qué quieres decir? Yo siempre he estado sola. ¿Eso me hace una mala persona?

 

Mordiéndose el labio con incomodidad, trató de esbozar una sonrisa comprensiva:

 

—Lo lamento —murmuró—. No imaginé que mi pregunta fuera a causarte aflicción, pero te aseguro con mi corazón en la mano que no esperaba una explicación tan parecida a como yo mismo me siento... Supongo que tu vida en Revon, como la mía, ha sido aciaga en una soledad desalentadora, aún si no mereces en absoluto sentir esa desdicha.

—No ha sido tan horrible. Tengo a mi madre y a mi amiga Alvinne, aunque ahora no esté aquí —le miré guardando un breve silencio y después sonreí—. Y ahora te he conocido a ti. Podríamos ser amigos.

 

En ese momento, la mirada de Markus se ensombreció y pareció desalentado.

 

—No sé si será la mejor idea —susurró. Sentí una punzada en el pecho—. No soy la compañía más habitual y no creo que la gente te aprecie si te vieran conmigo.

—¡Lo digo de corazón! No podemos vivir esperando contentar a todo el mundo.

—Vaya. Yo... no sé qué responder a eso. Para mí sería un honor, pero… no sé si sería apropiado. Ah, ¿qué debería hacer?

 

Él atisbó al instante mi expresión desconcertada, a lo que respondí con una sonrisa tímida, por lo que reaccionó desviando la mirada y sonriendo nerviosamente.

 

—Por una vez, no encuentro las palabras. Ni siquiera sé bien qué pensar.

—Lo entiendo. A veces, no es fácil.

—¿Qué debería hacer? —Repitió, en esta ocasión dirigiéndose a mí.

—¿Qué es lo que quieres hacer?

 

Markus se rió amargamente y fijó su mirada en la mía, como si aquello fuera a darle una respuesta. Me sentí repentinamente incómoda, como si por algún motivo mi amistad no fuera una respuesta válida.

 

—Para mí sería un inconmensurable honor el poder llamarte amiga mía.

 

Estoy segura de que en aquel momento se me iluminó la cara. Jamás había oído, leído ni vivido una introducción tan extraña. Markus me ofreció acompañarlo y hablamos animadamente bajo la fresca sombra del árbol de la plaza del mercado.

 

—No hace tanto que leí ese libro —comentó señalando con un gesto de su cabeza el que yo aún llevaba en mis manos—. Son las historias de unos viajeros que se enlazan entre ellas y se separan como un constante cruce de caminos.

—¿Son historias diferentes?

—Son cuentos contados por ellos mismos y anécdotas de cosas que les han pasado o que han visto y que han afectado al resto de las historias. se pasan el relevo de la historia cuando esto ocurre. Tiene ciertas reminiscencias de los filandones, pero con un flujo más natural para la lengua escrita. Me gustó especialmente el cuento del caballero de la muerte.

—Estoy impaciente por leerlo.

 

Al hablar con Markus, me di cuenta de que él lo hacía de forma muy diferente al resto de personas. Sus palabras eran certeras, pero se llenaban de florituras que me daban a entender la riqueza de su conocimiento. Y a pesar de nuestro torpe comienzo, después de una larga conversación parecía realmente entusiasmado.

 

—Tu padre debió de ser una persona increíble —opinó después de que yo lo hubiera mencionado en varias ocasiones—, solo cuentas maravillas de él.

—Mi padre era Alecsandros Rodríguez —a juzgar por su expresión, no debía conocerlo—. Desgraciadamente, murió cuando yo era pequeña.

—¿Qué ocurrió?

—Era aventurero, adoraba explorar el mundo. Un día se fue y… todo lo que regresó fue su cuerpo.

—Lo siento en el alma. Yo perdí a mi padre también cuando solo tenía diez años. Se marchó con la primera nevada del invierno y no volvió. Sus compañeros de viaje le confirmaron a mi madre que había muerto.

—Lo siento...

—No lo sientas —respondió sin preocupación—. Mi padre no merece tu pena. En vida solo fue un déspota.

 

No podía imaginar nada peor que decir sobre un padre —siéndolo o no siéndolo, eran unas palabras muy duras—, pero posiblemente Markus había tenido una mala relación con él. No quería hablar del tema; cuando le pregunté me respondió con una evasiva y preferí dejarlo estar.

 

—El color del cielo esta tarde es hermoso—cambié de tema mientras miraba al azul puro sin motas de blancas nubes ni siquiera en el horizonte que se cernía sobre nuestras cabezas—. El azul siempre fue mi color favorito.

—Mi favor ha caído toda mi vida en el color rojo —admitió él mientras sonreía y miraba hacia el lado contrario, donde el rojizo atardecer comenzaba a devorar el azul creando un espectáculo de luces y colores que, tal vez por el calor o la ausencia de nubes, aquel día parecía especialmente vivo—, del fuego y de la furia...

—Pensé que tendría algo que ver con el color de tus ojos.

—Podría ser el origen de mi gusto, pero de un tiempo a esta parte he pensado que es un color que representa perfectamente la realidad. En la historia se ha asociado al dolor: las serpientes más letales —pausó un segundo para mirarme, inseguro, pero al ver mi interés, continuó con su explicación— suelen ser rojas, la sangre es roja, y el atardecer también lo es. Aunque ya no temamos de la misma forma al color rojo, era un color que presagiaba el peligro en la naturaleza.

 

Me quedé fascinada, y a la vez cohibida. Su lógica estaba tan calculada que me daba cierto reparo no tener una razón de peso para que mi color favorito fuera el azul.

 

—Jamás lo había pensado de esa forma —admití con cierta vergüenza—. El azul es el color del cielo en verano. El de los lagos y los ríos… ¡Ah, y el del mar también! ¡Siempre he querido conocer el mar! Si mi padre siguiera vivo, iría con él a conocerlo.

—Disculpa si es indiscreción, pero me inquieta una cosa: hablas con tanto orgullo de tu padre que me sorprende que no mentes apenas a tu madre. ¿No sois cercanas?

—No, no es eso —negué con la cabeza—. Adoro a mi madre, es maravillosa. Sé que siempre hablo de él, pero a la hora de la verdad, es ella quien se ha enfrentado a Zairon y a la tempestad para que a mis hermanos y a mí nunca nos faltara nada.

—Antes mencionaste que eres la hija de una sastre. En ocasiones, le hemos encargado trajes a una artesana sin igual llamada Cris Vilar. La sastrería no es un oficio muy habitual para una mujer, ¿podría ser que fuera ella tu madre?

—¡Sí! ¡Es ella!

—¿Podría preguntar por qué no compartís el nombre de familia?

—Es complicado —fue mi contestación. Él predicó con mi ejemplo y no me presionó para que le diera respuestas. Yo se lo agradecí enormemente.

 

En su lugar, comenzó a hablar sobre el resto de su familia:

 

—Nosotros somos cinco hermanos y mi madre. Soy el cuarto, el segundo varón. Mi madre nos educó con esmero y por eso mis dos hermanas mayores han estudiado medicina y remedios con ella. Las montañas de Revon les deben más vidas a ellas tres que a ninguna otra persona del mundo.

—¿Tú no colaboras con ellas? Pareces muy capaz.

—Tengo otras obligaciones. Es cierto que me gustaría estar a la altura de poder ayudarlas, pero por un lado, cada vez es más difícil compaginar mis deberes con los estudios que ellas precisan. Por otra parte, no comparto su pasión por ayudar tan abiertamente a la gente que a mis espaldas me condena.

 

No estaba segura de qué clase de obligaciones hablaba Markus, pero imaginé que entre él y su hermano mayor tuvieran que ejercer el rol de cabeza de familia. Recordé que al entrar en el tenderete de libros, había encargado un manual de comerciantes y, si vivía en la ciudad, lo más probable era que fuera un mercader.

 

—Debe ser muy duro —opiné.

—Hay cosas mucho peores.

 

Todo el cielo estaba iluminado de colores en llamas. Aquella preciosa luz se reflejaba en su cabello tan intensamente que su melena parecía un espejo. El rojo de sus ojos brillaba casi con la misma fuerza, tanto que al mirar directamente hacia ellos me quedé embelesada, por lo que desvié la mirada, sintiéndome repentinamente incómoda y  acelerada, mirando por casualidad al camino de vuelta a casa.

 

—Debería irme.

—Permíteme acompañarte —se ofreció de inmediato.

—¿Será una buena idea? —Pregunté imaginando el tipo de interrogatorio al que me sometería mi madre al verme aparecer con él.

 

Él me dirigió una sonrisa alegre ante aquella pregunta y me comunicó que era lo que quería hacer, ¿cómo podría haberme negado?

Mientras regresábamos, los dorados rojizos y el intenso color del sol comenzó a volverse entre purpúreo y malváceo; el luscofusco había llegado y también se reflejaba con la misma calidad en la sedosa cabellera de Markus. Incluso caminando, en ocasiones no podía contener mi mirada y me quedaba embobada admirándolo, aunque pronto nos encontramos frente al cercado de mi casa.

Pude ver a mi madre mirar un segundo hacia el exterior desde la cocina y sorprenderse con la presencia de Markus, pero en seguida se ocultó detrás del marco de la ventana y comenzó a espiarnos desde allí. Al principio, sentí la urgencia de avisar a Markus de la presencia de mi madre, pero por alguna razón, no lo hice. Él me transmitía confianza.

 

—Andrea, creo que en mi vida he disfrutado de una tarde tan agradable como la que hemos compartido hoy —aseguró mientras con su mano echaba un mechón de mi pelo hasta detrás de mi oreja, apartándolo de mi cara y haciéndome sentir como si el fuego invadiera mis mejillas y mi pecho—. Has hecho de ella algo especial.

—¿D-de verdad? —Tartamudeé azorada.

 

Pareció sorprendido, pero al momento dibujó en sus labios una sonrisa serena.

 

—Te lo aseguro. Me gustaría volver a verte algún día en el verano.

—Podríamos volver a encontrarnos mañana —propuse— bajo el mismo árbol... ¿Estaría bien?

—Lo esperaré con impaciencia. Hasta entonces, Andrea.

 

Y Markus se alejó por el mismo camino por el que habíamos llegado hasta mi casa. Desvié después de un rato la mirada hacia la ventana donde mi madre ya no disimulaba ni se ocultaba en absoluto. Sabía que, nada más cruzara la puerta, el interrogatorio sería inminente, así que traté de alargarlo tanto como pude hasta lograr pensar algún escenario hipotético con las preguntas que podría hacerme y las respuestas que podría darle.

Cuando entré en casa intentando disimular, los ojos curiosos de mi madre se pegaron a mí como lapas. Su sed de respuestas le había cambiado la cara; parecía dispuesta a casi cualquier cosa por ellas. Con sus ojos centrados en mi cogote todo el rato mientras sacaba el pan y mi libro de la cesta de tela me estaba comenzando a hacer sentir muy incómoda, por lo que decidí invitarla a que hiciera cuanto antes las dichosas preguntas.

 

—Hola, madre —saludé, sin siquiera fingir que no había visto que estaba allí.

—Cuéntamelo todo —Exigió. Desde luego, era muy directa.

—¿Te refieres a ese chico que vino a acompañarme? —Hablé sin mucho interés para que ella no pensase equivocadamente—. Es alguien que conocí en la plaza del mercado. Se llama Markus.

—¿Markus? ¿Liarflam? ¡Por supuesto que es uno de los niños de Katherine! —De inmediato, continuó hablando para sí—. ¿A cuántos niños de pelo blanco conoces tú, Cris?

 

Me miró anonadada, pero con una amplia sonrisa dibujada en sus labios. Estaba entusiasmada, pues sus ojos brillaban con una alegría genuina.

 

—¡Madre mía, qué alto y qué guapo está! Aunque no sé de qué me extraño, ¡menuda percha tienen los seis!

—¿Los conoces? ¿Te han hecho muchos encargos?

—Sí, claro. Soy la mejor sastre de la cordillera, ¡por supuesto que soy yo quien los viste! En realidad, llevaba años sin ver a Markus, a quien mejor conozco es a las dos hermanas mayores y a Katherine. Son encantadoras, aunque un poco reservadas. Alecs los conocía un poco más.

—¿Papá los conocía?

—Desde luego. Lewis Liarflam era el mecenas de tu padre y fue quien le convenció de que viniéramos a vivir aquí. Muchas veces patrocinaba sus viajes, en algunos incluso llegó a acompañarlo.

—¿En algunos? —inmediatamente asocié aquello a la partida final de mi padre—. ¿Puede ser que murieran juntos?

 

Oh, sí, mi madre respondió, o por lo menos asintió con la cabeza, pero su gesto se volvió de amargo dolor. Tal vez, si lo hubiera pensado una segunda vez, habría podido conseguir esa respuesta al hablar con Markus al día siguiente y no habría afectado a mi madre como lo había hecho.

Mamá no había llegado nunca a superar la muerte de mi padre. Yo lo sabía, pero en muchas ocasiones intentaba hacerse la dura y mostrar su mejor sonrisa. Era fuerte y muy valiente, porque, aunque el dolor la consumiera por dentro nunca había dejado que su desgarradora tristeza nos afectara.

Y entonces, caí en la cuenta: yo no sabía nada sobre lo que había ocurrido diez años atrás, pero era probable que Markus tuviera alguna información acerca de la muerte de nuestros padres...

Me giré y cogí el libro que había comprado aquella misma tarde. Acaricié las cubiertas, sin mirarlo, mientras recordaba a mi padre y su última aventura. En nuestra casa, se oyó un súbito estruendo del trote de mis hermanos bajando por las escaleras.

Mi hermano entró en la cocina el primero, anunciando que tenía hambre de forma que me pareció casi molesta. Leonardo era así: podía comer sin parar y seguiría tan escuálido como un galgo. Me consolaba bien o mal sabiendo que él seguía siendo más bajo que yo, aún cuando en los últimos meses había comenzado a recortar nuestra diferencia de forma alarmante. Según mi madre, se parecía a mi padre cuando era joven. Para ella, no había niño más mono. A mí me parecía que tenía cara de mono.

Siguiéndolo, entró mi hermana Alis, quien se parecía más a mi madre y a mí. La expresión inocente y dulce que derrochaban sus ojitos azules era la máscara perfecta para su revoltosa malicia. Tenía los labios mucho más delgados que mi madre y que yo, y ella, que siempre había sido casi tan alta como mi hermano pese a ser más joven que él, había quedado ya por debajo y eso la traía por el camino de la amargura.

Ella se paró frente a mí y me dedicó una sonrisa embustera.

 

—Andrea, ¡te vi por la ventana con un chico! —exclamó con burla, mi cara se volvió una mirada asesina. A finales del verano cumpliría los diez años, pero en su pequeño cuerpecito cabía tanto sarcasmo que me ponía enferma—. ¿Quién era? ¿Es tu novio?

—Pensaba que era una chica —La cortó mi hermano. Él, con doce años recién cumplidos, ya comenzaba a tener el ego subido propio de la edad. Era pícaro, pero siempre se iba de rositas gracias al increíble carisma que tenía—. ¿No tenía el pelo largo?

—Pero llevaba pantalones. Las chicas no llevamos pantalones.

 

Mi madre se rió por lo bajo. Aquella risilla no me estaba ayudando en absoluto. Mi mirada se dirigió en ese momento hacia ella, aunque cambié la expresión a una a modo de protesta —jamás miraría a mi madre de la manera en la que había mirado a Alis.

 

—¿Y cuándo es la boda, hermanita? —Fue la respuesta de mi hermano, que me hizo pensar que tal vez lo habían preparado todo antes de bajar.

—No me interesa estar atada a un hombre para el resto de mi vida, canijo  —le susurré entredientes y, mientras madre no miraba, le di un pescozón donde pica. Tan pronto como ella se giró, le revolví el pelo para disimular que él se estaba frotando la cabeza—. Voy a subir a mi habitación para empezar este libro.

—Pero, hija, ¿no vas a cenar? —Mi madre replicó frunciendo el ceño.

—¿Con estos calores? No, no tengo hambre.

 

“No vas a volverte guapa de la noche a la mañana por no cenar” mi hermano me murmuró con un tono malicioso.

“Pero sí puedo darte un puñetazo para arreglarte la cara esa de orko que tienes, Leo.”

 

—¿Qué has dicho, Andrea? —Inquirió mi madre con severidad.

—Que se está pasando un poco con la bromita de lo del novio.

 

Mi hermano no me discutió. Pese a nuestras puyitas, los dos sabíamos que no iba en serio y solíamos cubrirnos. Eran piques entre hermanos, aunque no congeniábamos del todo, por lo menos eso lo teníamos claro. Viendo la vía libre, me escabullí a mi habitación y, entrando, suspiré y miré hacia el suelo de piedra, frustrada.

“No quiero ser solo la esposa de alguien” apreté los dientes, aterrada “no quiero resignarme a vivir encerrada en una casa.”

Pensaba eso, pero sabía perfectamente que la mayor parte de las chicas de mi edad ya estaban casadas y algunas ya tenían hasta parejas de hijos. Los dieciocho años estaban demasiado cerca del momento en el que la gente ya tachaba de “solteronas” a las mujeres que seguían casaderas.

Antes de comenzar a leer, me apresuré a sacar de mi armario mi pequeña caja de los secretos. En su interior poseía, entre muchos otros tesoros que había salvado de que mi madre vendiera después de la muerte de mi padre, un mapa del continente de Nevo con todas aquellas tierras que soñaba con explorar algún día. Había leído cientos de historias sobre las glorias bélicas mágicas de Norgles, sobre las criaturas fantásticas que habitaban en Elementarya y sobre los majestuosos parajes recónditos que escondían promesas de poder de Elvinos.

Y, más allá de las aguas, se encontraba Aihme, el antiguo continente. Quería conocer las bibliotecas y las universidades de Merivan, descubrir las montañas flotantes de Blaisforse, buscar tesoros como un bucanero de Artemun, atravesar las perpetuas galerías subterráneas de Crevvens y enfrentar a los vampiros de Valmolya para poder pedir un deseo a la criatura que cuidaba los montes de mármol.

De entre los nueve reinos, Etermost era mi nación. Con ciudades imponentes y colmado de cientos de culturas misteriosas, siempre había soñado con internarme en algunas de sus ruinas y mazmorras para llenar mi hogar de los artefactos más increíbles, tal y como lo había hecho mi padre. Uno de esos era mi adoradísima clepsidra: un reloj de agua cristalina, dorado y adornado con filigranas y piedras preciosas. Era mi posesión más valiosa, no solo por su valor monetario, sino también porque había sido el último regalo de mi padre.

Su sangre hervía en mi interior. Algún día, cuando terminase mi aprendizaje con mi madre, dejaría atrás Revon y descubriría con mis propios ojos todo lo que el mundo tenía que ofrecer. Por supuesto, no esperaba encontrar mazmorras, ni magia, ni criaturas fantásticas, ni seres que concedían deseos, pero ninguna de ellas era imprescindible para vivir la gran aventura de mi vida.

Tal vez mi mayor deseo era, precisamente, abandonar aquellas tradiciones tan severas e injustas que tanto daño nos habían hecho desde mi más tierna infancia. Tras la muerte de mi padre, mi madre fue criticada duramente por no guardar ni el luto, hasta el punto en el que dejaron de hacer mercado con ella. Si no hubiera sido por las amistades que ella y mi padre tenían, tengo por seguro que habríamos muerto de hambre…